a cuestión de fondo del poder la revela Humpty Dumpty, la caricatura inglesa: saber quién manda. Así de simple es el asunto. Sin embargo, muchos en México todavía no descifran tan sutil meollo. Creen, no sin ciertas dudas que, embarcándose en el conjunto de reformas legislativas, quedará asentada la capacidad transformadora que, a su vez, moverá a México. Sobre todo si tales reformas son las estructurales: esas que se necesitan, las que empujarán el crecimiento. Y una vez encarrilados por dicha senda, la marcha hacia el progreso será ascendente. Así, con desplantes teatrales bien montados y ante una luneta ocupada por el México que cuenta
, el cántico del optimismo a flor de piel fue entonado, por doble ocasión, desde Los meros Pinos. Un coro tan destemplado como frágil ofició de respaldo para resaltar las buenas nuevas proclamadas con desparpajo insuperable. La embestida difusiva, empero, se erosiona con premura notable ante los poquiteros resultados que se desgranan en el camino. Dicho coro, desatado desde las reales cúspides del poder a trasmano, no cesa de repetir los monótonos estribillos de bondades inminentes que se obtendrán al concluir las reformas.
Los acólitos, esos que piensan tener el control de las acciones iniciadas, junto con sus diseños y estrategias políticas, al unísono se uniforman detrás de las consignas recibidas. Consignas que pocos saben, bien a bien, de dónde proceden. Pero al parecer les llegan bien aceitadas, casi prefabricadas y listas para usarse con una manita de gato local. Tal fenómeno ocurrió, por ejemplo, con la reforma laboral, en los albores de la fusión entre el priísmo renovado y el panismo tan cooperador como fracasado. Y esa es la única modificación legislativa completa hasta hoy. Sus rasgos básicos, las pretensiones de su clausulado, la idea que la impulsa y demás atributos particulares, fueron ensamblados en los grandes despachos legales que alquilan los centros financieros del mundo, en este caso los que tienen su sede en Nueva York y Washington. El resto de los votos aprobatorios son inducidos con tenaz supervisión hasta ubicarlas, casi letra por letra, en cada una de las economías donde es conveniente castigar a los trabajadores y obtener mejores utilidades. Y vaya que les ha dado resultado en México, donde los salarios van en caída libre. Y todavía se vanaglorian las empresas mexicanas de ser las de mejores utilidades operativas del mundo a costa de explotar la mano de obra (ver datos concretos en Reforma, Negocios, lunes 2 de septiembre).
Las reformas que tocan, aunque sea de manera incipiente, los intereses de los grupos de presión local: la de telecomunicaciones o la de transparencia, quedan incompletas o de plano se dejan para otros tiempos. La educativa, bajo protesta de los cientos de miles de maestros en toda la República que fueron excluidos de su elaboración, llegó expedita y bien presentada, desde lejanas tierras y modos de matar pulgas (que por allá las tienen a montón). El trasfondo, quiérase verlo o no, lleva inscrita, de manera indeleble, la tendencia a privatizar el aparato educador. El pleito por tal escenario de largo plazo se está dando ahora en la Europa común, ya bien colonizada por el pensamiento conservador-empresarial. El modelo primigenio ha sido ensayado en el sistema estadunidense, por cierto con muy malos derivados. En Chile la privatización educativa ha provocado el masivo endeudamiento de la sociedad, al tiempo que decrece la calidad de la misma. Mientras tanto aquí, el reduccionismo leguleyo de la SEP se conformó, por ahora, con rescatar para la burocracia el control del magisterio (SNTE). Fuera de ese cometido, los demás ingredientes de la indispensable reforma efectiva de una educación justiciera ni siquiera se han contemplado.
Pero el asunto de mayor calado para apreciar quién manda se esconde tras la reforma energética. La letra de la misma, los propósitos y las expectativas han sido largamente acariciados por los centros de poder mundial: exquisita región donde habitan las grandes petroleras. Lázaro Cárdenas del Río, digan lo que quieran en contrario, logró sacarlas de México y retomar buena parte del poder perdido en el porfiriato. En este legendario periodo nacional, quienes en efecto mandaban sobre los locales eran los enclaves externos. Los políticos de esos brumosos tiempos, con su casta de científicos al calce, apenas ensayaban algunas tentativas incipientes para firmar contratos y obtener algunas dádivas menores. Ahora, 75 años después, los priístas de nuevo cuño –los que dicen saber cómo hacerla– han recibido la señal de marcha hacia su destino de entreguistas. Y ahí van, en tropel, canturreando sus votaciones arregladas, mostrando sin pudor la tontería instalada en sus genes de actores subordinados. Creen que podrán controlar las masivas ambiciones de lo que se les viene encima: esas empresas imperiales, señoras de guerras, golpes de Estado y una colección de vidas truncadas de opositores en su haber. Esos monstruos de poder que se cobijan tras ejércitos, gobiernos belicosos y cómplices calificadores financieros son los que están al acecho. Vendrán armados con un sinnúmero de tratados bilaterales y multilaterales por ellos ensamblados para su ventaja y que, además, dominan los tribunales y medios de comunicación de influencia mundial. A esos entes trasnacionales quieren atraer, con gusto y poquiteros intereses adjuntos, los priístas y sus aliados: el inefable panismo destemplado, los más colonizados de todos.
Ante la andanada de la limitada democracia formal, esa que se atrinchera en un Congreso a modo de votos comprados al por mayor y que hace caso omiso de los sentimientos nacionales, poco resta para salvaguardar el futuro y la mermada soberanía. La movilización es la última trinchera restante para preservar la palanca que aún se tiene para un desarrollo equitativo. Sin ella –y sin ánimos catastrofistas–, toda vida independiente y justa estará perdida para los mexicanos