a iniciativa de reforma hacendaria enviada el domingo pasado al Congreso de la Unión por la presidencia de Enrique Peña Nieto representaría, en caso de ser aprobada, un conjunto de severos perjuicios para casi todos los sectores económicos y para la población en su conjunto.
Si bien es cierto que el gobierno federal desistió –a última hora, por lo que puede colegirse– de su intención original de gravar alimentos y medicinas con IVA, el paquete de medidas fiscales propuesto agravaría de diversas maneras la situación de los habitantes más desfavorecidos, con la aplicación de los impuesto sobre la renta (ISR) a la totalidad de los productores agropecuarios, a los alquileres, a las adquisiciones de vivienda y los intereses hipotecarios, al transporte foráneo de pasajeros –única forma en que extensos grupos de población pueden trasladarse por el territorio nacional– y a los espectáculos públicos, salvo el teatro y el circo, entre otras medidas. En conjunto, estas propuestas significarían, en caso de ser aprobadas, una reducción inmediata en los ingresos de los sectores más vulnerables, que son precisamente los más castigados por la continuidad de la política económica vigente en el país desde la administración salinista (1988-1994).
Las clases medias se verían afectadas por los gravámenes a las operaciones inmobiliarias, los impuestos a las colegiaturas, la elevación de 30 a 32 por ciento del ISR a personas de ingresos anuales mayores a 500 mil pesos, la eliminación del Régimen de Pequeños Contribuyentes (Repeco) y la limitación de los gastos personales deducibles para personas físicas.
Las grandes empresas se beneficarían con la eliminación del impuesto empresarial de tasa única (IETU), pero se verían perjudicadas por la eliminación del régimen de consolidación fiscal y el establecimiento de gravámenes a operaciones bursátiles; el impacto benéfico de estas dos últimas medidas, que han sido insistentemente reclamadas desde hace años porque han permitido la existencia de un régimen fiscal injusto y perpetuador de las desigualdades sociales, quedaría, sin embargo, diluido en el conjunto de esta reforma fiscal marcadamente antipopular.
Por otra parte, las propuestas de carácter ecológico
, como el impuesto a combustibles, o sanitarias
, como el gravamen a bebidas azucaradas –con el argumento de que se combatiría la obesidad–, serían saludables y plausibles si hubiese habido un impulso sostenido al desarrollo de fuentes de energía menos contaminantes y si desde antaño se hubiese alentado la sustitución de tales productos por alternativas más saludables. En el contexto actual del país, sin embargo, las consideraciones ambientales y nutricionales suenan a meros pretextos para ampliar la recaudación.
En cuanto a la eliminación del impuesto a los depósitos bancarios en efectivo, esto no parece que pudiera tener más efecto que alentar la informalidad económica y facilitar las operaciones de lavado de dinero.
Visto en conjunto, el paquete fiscal propuesto –que prevé además un déficit fiscal progresivo– implicaría un ingreso fiscal adicional cercano a 240 mil millones de pesos para el gobierno y nada para la población, salvo la borrosa meta de un crecimiento económico de 3.9 por ciento para el año próximo (objetivo de todos modos insuficiente para los requerimientos del país y de su población) y la promesa insustancial y no vinculante de crear un sistema de seguridad social al que Peña Nieto llamó universal
, pero al cual sólo tendrían acceso, según los documentos presentados, quienes ya cuentan con un empleo formal. Por lo demás, tal incorporación sería sufragada por las aportaciones patronales; otro tanto ocurriría con el seguro de desempleo propuesto por el Ejecutivo federal. Así las cosas, el gobierno sólo quedaría comprometido a “otorgar las facilidades administrativas de carácter temporal a los patrones (…) para que den cumplimiento a las obligaciones que establece la Ley del Seguro Social respecto a la inscripción de sus trabajadores y el pago de las cuotas obrero-patronales correspondientes”.
Con los elementos de juicio enunciados puede concluirse que la reforma fiscal propuesta constituye una suerte de plan de choque como los que se han impuesto tantas veces a la población en el curso del ciclo de gobiernos neoliberales, salvo que en esta ocasión no existe –al menos formalmente– una crisis económica que lo justifique. El Legislativo tiene ante sí el deber de suprimir la mayor parte de los contenidos de la iniciativa y de elaborar una reforma fiscal que realmente ataque las causas del estancamiento económico, las lacerantes inequidades sociales y la discrecionalidad y la opacidad con que el Ejecutivo ha venido gastando los recursos que recibe de la población.