Hugo Gutiérrez Vega
Carta A Víctor Ivanovici
Hace años que no tengo noticias de mi amigo, el escritor y traductor Víctor Ivanovici. Supongo que seguirá viviendo en su Atenas real e inventada (me decía un amigo griego que en la actualidad y para poder sobrevivir y soportar la realidad hay que vivir en la Atenas inventada, la que en las noches de verano nos muestra la Acrópolis iluminada por la luna siempre vieja y siempre nueva), y pienso que su imaginación seguirá fabulando sobre la tierra de su padre, su Austro-Hungría y sobre sus amados escritores rumanos. Se me antojaría ir a comer con Víctor a una destartalada y excelente taberna de Plaka. Nos veo devorando dolmadakia (hojas de parra), keftedes (albóndigas con el punto preciso de canela) y nuestro plato de lujo: el estofado de conejo con cebollitas. El vino (plenty of it, como decía Víctor) sería de Tracia y, tal vez, tomaríamos una copita de retsina de Evia. Con el kafedaki y las galletas de anís, vendrían los poemas de Lucian Blaga y de Tudor Arghezi, el recuerdo de las novelas de Sadoveanu y de Calinescu (especialmente su mítica narración El enigma de Otilia) y nos detendríamos un buen rato hablando de Ion Luca Caragiale y de Mihail Sebastián. Víctor recordará a la siniestra formación fascista, liderada por Codreanu que tenía el peregrino nombre de Legión del Arcángel San Miguel; a Mircea Eliade, Ciorán, Ionesco, Noica y Culianu (amigo de Víctor, asesinado en la Universidad de Chicago mientras defecaba. Esta doble vejación era clásica de la Legión y fue heredada por la Securitate del feroz conducator). Terminaríamos la evocación con los Petrescu, Dimitriu y Panait Istrati, el genial inventor de Adrián Zografi. Víctor tradujo al español a Mircea Eliade; al rumano a Octavio Paz, Ritsos y Varvisiotis, y al griego a Eminescu y a Rebreanu. Tenía (yo creo que ya no la tiene) un alma monárquica y sentía una justificada admiración por las reinas rumanas: María, su vestuario bizantino y su estudio inspirado en La dama del mar, de Ibsen; Elizabeth, que escribió con el seudónimo de Carmen Sylva varias respetables narraciones, y Helena, entusiasta promotora de la Cruz Roja. Los reyes, en cambio, fueron frívolos, caprichosos y erráticos. Carol II salió corriendo de su país, cargando algunos Grecos y varios Brancusis. Se vino a México con su amante, la exótica madame Lupescu, y se fue a morir al cementerio de elefantes coronados, el resort portugués de Estoril. Víctor ocultaba esos desfiguros, pero no podía negar que la tontería de Carol abrió las puertas al siniestro conducator Antonescu y su gard de fer. Ya de salida hablaríamos de María Banus y Víctor atacaría a la “órgánica” Verónica Porumbacu. Yo la defendería y los dos diríamos a grandes voces el final del poema “Hiroshima”, de Eugen Jebeleanu (guardo la edición especial de ese gran poema, ilustrada por Florica, la esposa de Eugen). Ya parado en la puerta de la taberna, Víctor me llevaría al terreno de sus amados franceses, Du Bos, Claudel y Malègue. Antes de despedirnos dedicaríamos un minuto de bebida a Roth y haríamos el elogio de los magiares recién reivindicados Sándor Márai y el transilvano Miklós Bánffy. Blaga nos daría las últimas palabras: “En los terrenos de la noche, crece la luna y comienza la evocación.” Espero, Víctor, traductor de Paz y de Borges, hijo de austro-húngaro y de madre nacida en Cefalonia, rumano, magiar, francés, mexicano, griego, sobre todo, griego insular; espero que sigas pensando con la misma claridad y escribiendo con el mismo anhelo de perfección y de profundidad. Espero tu respuesta con una cita de Blaga. Larrevedere.
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