RicardoVenegas
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Mandela y la pax
En Los hijos de los días (Siglo XXI, 2012), del uruguayo Eduardo Galeano, un calendario en el que de cada día brota una historia, se consigna un tema relevante: Nelson Mandela y el terrorismo. Muy pocos sabían que Mandela figuró en la lista de terroristas peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos durante sesenta años; obtuvo el Premio Nobel (compartido con Frederick Leclerc en 1993), ya era presidente electo de Sudáfrica y todavía era considerado como tal. Y aunque la humanidad ha realizado una travesía que ha costado la vida de muchos para conocer el valor de la libertad, parece, en lo cotidiano, que la dignidad del hombre y el respeto por la vida valen menos que un cacahuate. La paz es una metáfora persistente, un mito que nadie sabe encontrar (esto, claro, nunca lo va a aceptar la clase política, que nos ve la cara de números, no de personas).
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Con la claridad de homenajear la lucha por la dignidad humana, y con Nelson Mandela como emblema, un grupo de artistas plásticos, coordinados por la fotógrafa Maricela Figueroa, realizaron un mural para donarlo a la Universidad Pedagógica Nacional (Campus Galeana). María Antonieta de la Rosa, Abraham Villaseñor, Lua Rivera, Ángel Valtierra, Raissa Aguilar y Mario Gutiérrez fueron, a su vez, apoyados por Eréndira Izquierdo, Alan Daniel Cabello y Cosette Hábito, y la inspiración musical de Cipriano y Miguel Izquierdo. En la obra se traslucen pasajes de la historia de la humanidad que marcan la oscuridad y la luz de la civilización. Al ciudadano –parecen decir los autores de este significativo y latente mural– lo mismo se le secuestra, se le asesina, se le desaparece o se le vende; hay muerte, pero también hay esperanza y muchos sueños como aves nacidas de las manos. Hay osamentas de muertos insepultos, las armas bendecidas por el clero, palabras muertas de una marcha sin fin, caravanas de seres buscando un corazón de humanidad.
Somos testigos de una descomposición sin nombre. Del crimen contra un niño en una sala de cine a la indiferencia como forma de vida, no hay mejor camino. Quizás éste sea el hartazgo de la antigua Roma: engullir y beber hasta el vómito; vivir para seguir viviendo, amputados de un “apetito de misterio”, diría León Bloy.
Imposible evitar al enorme Efraín Huerta, tan vigente, con su inmortal “Avenida Juárez”: “Pues todo parece perdido, hermanos,/ mientras amargamente, triunfalmente,/ por la Avenida Juárez de la ciudad de México/ –perdón, Mexico City–/ las tribus espigadas, la barbarie en persona,/ los turistas adoradores de Lo que el viento se llevó,/ las millonarias neuróticas cien veces divorciadas,/ los gángsters y Miss Texas,/ pisotean la belleza, envilecen el arte,/ se tragan la Oración de Gettysburg y los poemas de Walt Whitman,/ el pasaporte de Paul Robeson y las películas de Charles Chaplin,/ y lo dejan a uno tirado a media calle con los oídos despedazados/ y una arrugada postal de Chapultepec/ entre los dedos.” |