Francisco Torres Córdova
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Seis años después
Ya no es la que era. Ahora no es una sino una encima de otra, y otra y una más y otra que salta a los caminos sin dar su santo y seña, y a punta de metales en un instante hace de las casas ruinas y desiertos, grumos de polvo y sangre y pedazos de familias. Ahora afila sus sombras sucias en el día y en la noche deslumbran sus cóncavos espejos. Ya no es la vieja puntual del rito y de la honra, la de las múltiples edades, la íntima y severa que acierta su momento con la vida, sino otra, alta, robusta y espumosa, fermentada a cielo abierto, alerta al olor de la riqueza que la excita y que venera en la zafia opulencia de sus joyas, erizada, torneada por los duros pedernales del poder y la miseria. Ahora andan orondas sus violencias que dejan en el aire las miradas de los ojos que cercena, las letras que rompe de los nombres que silencia, las manos crispadas que arranca a las caricias que serían. Esta muerte ahora aquí no acaba de morirnos; en cada rostro que muerde nos refleja, en cada vientre que socava nos repite. Le da la espalda a la ceniza y a la tierra, al recuerdo dolido y amoroso, y se queda a zumbarnos sorda en los oídos, sin ojos a mirarnos a los ojos, sin aliento a cortarnos el aliento y descarnada a encarnarse en retóricas de cifras y discursos. Soberbia y concentrada serpentea por las calles, se mete en los bosques y selvas, se tiende en los patios y cocinas, y en pesados escritorios de grandes y lujosos edificios acuerda y afina sus gobiernos y múltiples mercados y codicias. Aquí, con esta muerte estamos, apenas a seis años de su pleno y masivo nacimiento, entre nosotros, con nosotros, nuestra. “País emparedado// Túrbido/Clamante/ Soledoso// No es la luz// Es el humo que despierta/con las vísceras del polvo entre las manos// Es la herrumbre que expulsan/ los desaparecidos// Son los niños que juegan/ con las calaveras…” (Juan Bañuelos.)
Pero esta muerte que las armas preñan y el hambre engorda, que tanto país nos va quitando, sin más bando que sí misma, sin patria, en el hondo y lúcido silencio que un poeta truncado de su hijo pone a la intemperie; en las voces que ahí articulan entonces otros padres y madres despojados y tantos niños orfanados; en la inteligencia y la alegría que la juventud saca a las calles y retumba su protesta; en las comunidades que se niegan a su mando y se defienden, ahí esta muerte delirante y contrahecha tiene su desahucio. Porque al final lo eterno resuena desde siempre en las fibras cotidianas de lo vivo: “Hace mucho pensaba que lo más cercano a lo eterno era la sensación de bendición que nos llega cuando hacemos el amor. Hoy diría que es oír una suerte de rumor, un rumor que viene de la calle, que empieza en el futuro, cuando las calles estén arregladas, cuando las armas se queden guardadas, y cuando los papás le enseñen aritmética a sus hijos.” (John Berger.) |