or vigésimo primer año consecutivo, la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) condenó, por amplia mayoría de 188 votos, el bloqueo que Estados Unidos mantiene contra Cuba desde hace medio siglo.
Como ha venido ocurriendo en los últimos años, la votación referida puso de manifiesto el aislamiento diplomático de la superpotencia en el histórico conflicto: mientras la postura de Washington sólo fue respaldada por Israel y Palau, la oposición al embargo contra el país caribeño estuvo constituida por más de 90 por ciento de los estados miembros de la ONU, con gobiernos de las más diversas posturas ideológicas y económicas, aliados tradicionales, no pocos de ellos, de la Casa Blanca.
La continuidad de esta política que ha generado el rechazo de prácticamente toda la comunidad internacional; que ha significado un castigo injustificable, inhumano y estéril para los cubanos, y cuya persistencia resulta por demás obsoleta –pues se trata de una determinación adoptada en el contexto de un orden bipolar y una disputa político-ideológica hoy superados–, acentúa la percepción de fracaso con respecto a las promesas iniciales de cambio en la proyección internacional de Estados Unidos que hizo el primer afroestadunidense que ocupa la Casa Blanca.
En efecto, aunque Barack Obama inició su primer mandato –hace casi cuatro años– con expresiones sobre voluntad de acercamiento hacia el régimen de La Habana, y no obstante que su gobierno adoptó medidas que daban cuenta de un avance tenue, pero visible, en ese sentido –como la supresión de las restricciones a los viajes y la autorización de envíos de remesas al país caribeño–, la política de la actual administración de Washington hacia la isla terminó por volverse indistinguible de la de su antecesor, y el propio mandatario moderó su discurso de acercamiento, acaso con el propósito de no colisionar con los sectores conservadores de la sociedad y la clase política estadunidense.
Hoy, sin embargo, tras haber sido relecto en los comicios presidenciales de la semana pasada, Obama vuelve a colocarse en una posición de renovada fortaleza política, propicia para que haga valer su voluntad transformadora e inicie de una vez por todas una redefinición de la política tradicional de su país, particularmente de sus directrices más nefastas, como las que rigen su relación con la nación caribeña.
Es claro que si Obama logra aprovechar la oportunidad que se le presenta e incluye el referido viraje entre los puntos centrales de su agenda diplomática, su segundo ciclo presidencial podría arrojar, como legado, la solución de uno de los conflictos bilaterales más añejos en el mundo y la restauración, así sea parcial, del respeto de Estados Unidos a la legalidad internacional.