Número 196
Jueves 1 de Noviembre
de 2012
Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER
Directora general
CARMEN LIRA SAADE
Director:
Alejandro Brito Lemus
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Leticia Cufré Marchetto*
Derechos, no victimización
La pregunta puede sonar simple: ¿Cómo puede "una vida libre de violencia para las mujeres", más allá de su sanción como ley, ser una propuesta en la que se avanza tan lentamente a pesar de contar con la aprobación absoluta de organismos nacionales e internacionales, de gobiernos con diferentes ideologías, de partidos políticos, de las iglesias y de la sociedad civil? Propongo tres ejes para la reflexión sobre los que considero los puntos nodales que deben aclararse para que las acciones que se emprendan no se traben allí:
1. El componente sociopolítico: la separación de las prácticas violentas
contra las mujeres de todas las otras prácticas sociales violentas.
2. El componente cultural: la banalización del sufrimiento humano.
3. El cruce de los determinantes anteriores: la perspectiva de la victimización y el no reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres.
Primero, la separación de las prácticas violentas contra las mujeres de las demás prácticas sociales violentas es parte de la forma en que se organiza la sociedad y de las maneras en que se manifiesta el poder para autosostenerse. Ningún poder, ningún gobierno podría sostenerse simplemente porque en un momento –afortunado o no– los ciudadanos votaron por tal o cual partido. Tampoco podría sostenerse con el mero ejercicio de la violencia. Se necesita de la creencia. Por eso, para el ejercicio del poder es necesario persuadir.
Necesario no siempre quiere decir posible. Cuando la realidad se hace insostenible, el poder hegemónico suele fraccionarla y hacer creíbles los pedazos como si fueran un todo. Aunque no se puede ocultar del todo la expresión física de la violencia, que es lamentablemente evidente, al menos se pueden maquillar sus causas y, sobre todo, sus relaciones con otras prácticas violentas, como son la violencia económica y la simbólica.
En cuanto a la banalización del sufrimiento humano, es un tema que abordó Hannah Arendt con motivo de los juicios de Nuremberg. En ese entonces "se descubrieron" las atrocidades nazis, entre comillas porque en realidad se sabían desde mucho tiempo atrás, pero hubo una especie de conjuro de silencio basado en un racismo que nadie quería asumir. No hubiera sido "políticamente correcto" identificarse como antisemita. Bastó con dejar solo a ese grupo humano, rechazar su entrada en buena parte de los países de Occidente. Según esa visión, los humanos de segunda no merecen preocupación por sus sufrimientos de la misma forma que los ciudadanos de primera.
Esa mentalidad entra a jugar en algunos casos cuando se trata del sufrimiento de las mujeres. Caemos en la banalización cuando se sostienen premisas como la de que las mujeres "tenemos una gran capacidad para soportar el sufrimiento". Mostramos nuestras virtudes de género de manera heroica soportando lo que dios o el destino nos dieron… ¡sin reclamos! Así se banaliza el sufrimiento de las mujeres.
Finalmente, un obstáculo para pensar y evidenciar lo que sucede con las prácticas violentas contra las mujeres es el deslizamiento en el que se suele caer de la percepción de con derechos a la percepción de víctima. Una víctima es alguien vulnerable que llama a la ternura. La victimización es una manera de deslegitimación, de descalificación de la ciudadanía. Llama a la solidaridad, pero por la vía de la condescendencia, y desemboca en el tutorazgo. Las mujeres recibimos discriminación como si fuéramos ciudadanas de segunda. Hemos sido largamente desposeídas de nuestros derechos, que son cambiados por aquello que nuestros tutores (llámese gobierno, familia, sector salud) nos indican. Es violencia, aunque venga bajo el manto del combate a la violencia.
Queda pensar si los organismos gubernamentales bastan para garantizar los derechos humanos de las mujeres. Celebramos que existan; tan sólo creemos que no bastan. Se necesita de la conciencia, expresada en participación, de amplios sectores de la población. Y allí es cuando el accionar de las instituciones oficiales es, cuando menos, ambiguo con respecto a propiciar o siquiera permitir tal participación. Demasiadas veces sufrimos la inclusión como una forma más de control que como una sincera posibilidad de diálogo.
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* Versión editada del artículo publicado en Debate Feminista, abril de 2012.
S U B I R
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