egún el más reciente reporte de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el precio de los alimentos en el mundo experimentó una alza de 1.4 por ciento en septiembre. Aunque el indicador se encuentra aún por debajo de la cifra histórica que se alcanzó a mediados de 2011, el incremento referido ubica los precios de la comida en niveles similares a los observados en 2008, año en que la carestía, en conjunto con la crisis económica mundial, se saldó con un incremento sin precedentes de las personas en situación de hambre en el planeta.
A primera vista dicho encarecimiento podría ser atribuido a una combinación de factores coyunturales, como las sequías que afectaron a Estados Unidos, Rusia y otros países exportadores, y la consecuente reducción de los inventarios de productos básicos y de los volúmenes de exportación de esas naciones. Sin embargo, un dato duro, reconocido por la propia FAO, es que cada año se producen en el orbe suficientes granos para satisfacer las necesidades de 12 mil millones de personas, es decir, casi el doble de la población mundial.
No se trata, pues, de un problema de escasa producción de comida, sino de pobreza y, principalmente, de voracidad especulativa. En consonancia con una lógica según la cual las materias primas en general, y los alimentos en particular, son mercancías susceptibles de negociación, no bienes necesarios para la supervivencia humana, en años recientes han venido proliferando las operaciones con productos básicos en los llamados mercados de futuros, que permiten a los inversionistas apostar sobre los aumentos y descensos en los precios de las cosechas y generan, en consecuencia, una gran volatilidad en los mismos. Significativamente, según datos de la propia FAO, sólo 2 por ciento de los contratos de futuros con alimentos concluyen con la compra física de las mercancías; el 98 por ciento restante se mantiene en una espiral especulativa cuyo único fin es la obtención de ganancias económicas a costa del hambre de las personas.
La circunstancia descrita apuntala el carácter fallido del modelo alimentario impuesto desde los años 80 del siglo pasado por los centros de poder mundial. En naciones pobres y dependientes como la nuestra, dicho modelo ha representado el abandono de los entornos agrícolas; el desmantelamiento del apoyo estatal a la pequeña agricultura y la eliminación de los incentivos a la producción y el consumo internos y de las reservas estratégicas, elementos que, en situaciones de encarecimiento como la actual, podrían contribuir a reducir los precios y a garantizar el abasto de alimento a los sectores más desprotegidos.
En tal circunstancia, y más allá de las medidas cortoplacistas que se puedan adoptar para paliar los encarecimientos, la recuperación de las soberanías alimentarias debe ubicarse como una prioridad en las agendas de los distintos gobiernos y, en países como México, ello debe ir acompañado de medidas que impulsen el desarrollo rural y apoyen a los pequeños productores. Por lo demás, es de obvia necesidad que las autoridades del planeta adopten las regulaciones necesarias para evitar la especulación, pues de lo contrario seguirán presentándose cíclicamente escenarios de desabasto, encarecimiento y hambruna, con sus consecuentes afectaciones sociales, políticas y económicas.