yer, 18 de diciembre, se conmemoró en diversos puntos del planeta el Día de Acción Global contra el Racismo y por los Derechos de los Migrantes, Refugiados y Desplazados. Cientos de personas marcharon en Nueva York para exigir respeto a los derechos de los trabajadores extranjeros y el cese de las deportaciones masivas que practica el gobierno de Barack Obama, en tanto que The New York Times señaló en su editorial que la ley antimigratoria aprobada en Alabama es perjudicial incluso para la economía de ese estado, por lo que debe ser abolida. En México, decenas de familiares de migrantes realizaron una clausura simbólica de la sede del Instituto Nacional de Migración (INM), en demanda de garantías para los centro y sudamericanos que transitan por el territorio nacional.
Es claro que en las ofensivas gubernamentales contra los migrantes que tienen lugar en buena parte del mundo –Europa occidental incluida–, el racismo y la xenofobia son componentes principales, aunque no los únicos. En el caso de México, por ejemplo, la ininterrumpida hostilidad de las autoridades contra los trabajadores extranjeros –particularmente cruda si son de origen latinoamericano, africano o asiático, y agravada cuando son pobres– responde también a la sumisión gubernamental a Washington, hasta el punto de que, como lo han señalado diversas instancias sociales de defensa de derechos humanos, el INM parece actuar en no pocas ocasiones como una suerte de filtro previo para impedir la llegada de migrantes a territorio de Estados Unidos.
Más allá de denunciar y combatir los atropellos legislativos y administrativos, debe presionarse a los gobiernos para que emprendan campañas educativas orientadas a propiciar la tolerancia y la solidaridad, así como a desactivar la xenofobia, que suele expresarse en estereotipos negativos –tan acendrados como falsos– acerca de los migrantes, cuando no en una abierta criminalización de los extranjeros por el hecho de serlo.
Es preciso generar conciencia, por ejemplo, sobre el hecho de que casi todos los estados-nación actualmente existentes son resultado de la sedimentación de oleadas migratorias sucesivas y diversas, tanto antiguas como recientes, y de que no hay razón para suponer, ni para desear, que tal fenómeno pueda ser suprimido, y menos en una economía globalizada.
En efecto, los desplazamientos masivos de personas de un país a otro son una consecuencia inevitable de las profundas y crecientes asimetrías económicas que caracterizan al mundo contemporáneo, y en tanto persista esa circunstancia, no debieran ser vistos como un problema, sino como una solución. En general, los migrantes robustecen las economías de los países en los que se asientan y de los que provienen, y contribuyen a enriquecer a las sociedades de destino, particularmente en el ámbito cultural.
México no es la excepción. Migrantes fueron los primeros pobladores del territorio y toda la era prehispánica se caracterizó por grandes movimientos demográficos a lo largo de milenios. La brutal ruptura de ese universo social y geográfico que significó la conquista no sólo implicó la inserción de una importante población peninsular, sino también la llegada de africanos y de asiáticos, fenómeno que persistió durante la Colonia. En la gesta de Independencia participaron individuos de otras regiones de América e incluso peninsulares, como Francisco Xavier Mina.
A lo largo de la vida republicana, han llegado al país innumerables personas de otras partes del planeta, y el siglo pasado vio asentarse en esta tierra a europeos, asiáticos y centro y sudamericanos que llegaron en busca de nuevos horizontes personales, o bien obligados por persecuciones políticas. Muchos de ellos realizaron y realizan aportes inestimables a la economía, la cultura, la ciencia, los deportes y otras ramas del quehacer nacional.
En suma, en materia de migración, se requiere que gobiernos y sociedades avancen hacia una nueva concepción, más humanista y menos racista, xenofóbica y paranoica como la que hoy impera, para vergüenza de muchas naciones. La nuestra, entre ellas.