on el ataque perpetrado ayer contra en una casa de apuestas en Monterrey, Nuevo León, cuyo saldo asciende hasta ahora a más de medio centenar de muertos y decenas de heridos, el país parece ubicarse en un nuevo peldaño de violencia y barbarie en el que las acciones atribuidas a la delincuencia organizada tienen el inocultable fin de crear estados de pánico y zozobra colectivos entre la población. En la misma lógica pueden inscribirse la balacera del sábado pasado en el estadio Territorio Santos de Torreón, Coahuila, donde se disputaba un partido de futbol, así como el asalto que tuvo lugar un día después en la Plaza las Américas de Morelia, Michoacán, sucesos ambos que se saldaron sin bajas civiles y sin arrestos, pese a ocurrir en ciudades con amplia presencia de efectivos policiales y militares.
En conjunto, estos episodios alimentan en la población una percepción de total orfandad y ponen en evidencia la dislocación del discurso oficial respecto de la realidad: a contrapelo de los tradicionales posicionamientos oficiales en el sentido de que se derrotará a los grupos criminales
, los delincuentes pagarán sus crímenes
, se restablecerá el estado de derecho
y otros semejantes, es inevitable que los ciudadanos vean, a partir de episodios como los referidos, la manifiesta inoperancia de la política de seguridad y combate a la delincuencia en curso, así como la inutilidad de los aparatosos operativos policiaco-militares puestos en marcha por el gobierno federal en todo el territorio.
Pero más allá de la la pérdida de vidas, del colapso de la seguridad pública y de la confirmación cotidiana de que la ilegalidad campea en prácticamente todo el país, no puede pasarse por alto un rasgo particular de las acciones de violencia reseñadas: hasta donde puede verse, éstas escapan a la lógica tradicional de disputas territoriales, venganzas y ajustes de cuentas en el seno de la delincuencia organizada, así como de los enfrentamientos entre ésta y los elementos de la fuerza pública desplazados por el territorio. Tales particularidades hacen surgir la impresión de que el país asiste, más que a nuevos episodios de la violencia asociada al crimen organizado, a la puesta en marcha de operativos orientados principalmente a crear terror y alarma entre la población, y a la posibilidad de que el descontrol, la zozobra, el desgarramiento del tejido social y la pérdida abismal de paz pública no sólo sean consecuencia de la ineptitud en la aplicación de una política de seguridad o el mal diseño de ésta, sino también síntomas del éxito de un designio desestabilizador.
Un elemento de contexto insoslayable de esos hechos de violencia mencionados es la presencia y operación en el país –confirmada por autoridades nacionales– de estamentos pertenecientes a las agencias de seguridad e inteligencia de la Casa Blanca y de las fuerzas especiales del Pentágono, instituciones para las cuales no son ajenas las estrategias de desintegración, de descontrol y de zozobra colectiva fuera de territorio estadunidense. Desde luego, puede tratarse de una mera coincidencia e incluso de una relación causal inversa: que esas presencias de naturaleza indeseable para cualquier Estado soberano sean una expresión más de la situación de descontrol y desgobierno que se vive en México.
Frente a estas consideraciones, lo menos que podría esperarse del gobierno federal en estas horas amargas es una explicación puntual y verosímil sobre el recrudecimiento de una violencia que, a juzgar por el tono triunfalista del discurso oficial, no tendría razón de ser y que resulta difícilmente explicable si no es como signo de un rotundo fracaso de la actual política de seguridad pública o, peor aún, como resultado de un programa desestabilizador cuyos responsables y operadores permanecen por ahora en el misterio.