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Venados, pues
Así trata Chema de explicarle a Juana a qué se refiere con la frase “tus chichis como gacelas”, respuesta a la petición que ella hiciera, de que él dijese “algo bonito” antes de pasar a sicalípticas tareas por ambos deseadas pero, como puede verificarse, para las cuales también ambos adolecen de notable impericia. La frase, que a pesar de todo pero sólo por quien alguna vez lo haya leído, puede asociarse al bíblico Cantar de los cantares, de donde en realidad proviene –aunque, claro, sin el muy mexicano sustantivo que denomina a las glándulas mamarias–, es producto del préstamo verbal que Chema ha hecho de algo que, en repetidas ocasiones, le ha escuchado decir a Mingo, que le sonó bonito pero que, desde luego, no ha sabido asimilar ni mucho menos emplear a su favor, como puede colegirse del hecho de que, al final, Juana manifieste cierta decepción, aunque trate de disfrazarla con una sonrisa forzada.
Lo anterior proviene de una escena de La mitad del mundo (2009), primer largometraje de ficción dirigido por Jaime Ruiz Ibáñez, cineasta que obtuvo temprano reconocimiento, entre otros trabajos, por su estupendo cortometraje Los maravillosos olores de la vida (2000). Chema es interpretado por Ignacio Guadalupe, Juana por Lumi Cavazos y Mingo por el novel Hansel Ramírez. El reparto, de muy eficiente desempeño, se completa entre otras presencias con las de Luisa Huertas, Fernando Becerril y Paulina Gaitán.
Ambivalentes contrastes
Con todo y ser apenas parte de una subtrama, el diálogo y la situación aludidas están impregnadas de la esencia del filme, pues La mitad del mundo versa sobre la sexualidad humana, sirviéndose para ello de los innúmeros modos en los que la realidad suele expresarla. Dicho quizá con mayor precisión, el filme despliega una casuística que pone de manifiesto una diversidad monovalente o puede que al contrario, una unicidad que se diversifica. En todo caso, el espectro de manifestaciones del impulso erótico que componen la historia que aquí se cuenta, están siempre signadas –quizá valdría más decir baldadas– por dos notables taras: la primera es una incapacidad, que se antoja insuperable, para conseguir que dicho erotismo alcance precisamente dicho nivel, o en otras palabras que no encalle en mera genitalia; la segunda es otra incapacidad, posiblemente más perniciosa todavía que la primera, para evitar que la pulsión sexual y su consecuente puesta en práctica se conviertan en un ejercicio del poder, que es decir en dominación, uso, posible abuso y aprovechamiento egoísta de la sexualidad del otro.
Mingo, el protagonista de la cinta, vale en este sentido como símbolo absoluto de la ambivalencia bajo cuya sombra llevan a cabo su vida sexual tanto él mismo como quienes lo rodean, habitantes de un pequeño pueblo en el estado de Zacatecas. Víctima de cierto retraso mental que lo condena a ser tratado como el tonto del pueblo, Mingo se sabe de memoria el Cantar de los cantares pero no tiene idea ni de qué es una erección peneana; madre natura lo ha dotado generosamente entre las piernas, sus amigos no cesan de aludir a cuestiones sexuales –siempre pobres de contenido, repetitivas y amachadas– pero él vive, se diría que satisfecho con tan poco, un enamoramiento platónico con la jovencísima Paulina, bonita que no sueña todavía con hombres sino con ser la reina de belleza del pueblo.
Bajo los efectos contradictorios de una ambivalencia que confronta la ingenuidad psíquico-emocional con la capacidad física, tanto Mingo como Paulina habrán de ser forzados a debutar sexualmente, con resultados dispares sólo en apariencia, y es por cierto esta última palabra, “apariencia”, la llave maestra para aprehender el significado más profundo del filme. Hipócrita por vocación, la moral católico-cristiana que empapa a los personajes les permite solazarse en el antiquísimo juego de los vicios privados y las virtudes públicas; juego que Ruiz Ibáñez desenmascara lúdicamente con una deliciosa irreverencia icónica que incluye últimas cenas bastante carnales y corderos de dios muy poco dados a la inocencia aunque harto propiciatorios, pero también –realidad obliga– sacrificios no casualmente de preferencia femeninos, venganzas sumarias e inmolaciones que se quieren purificatorias por más que apenas alcancen el grado de blanqueamiento de sepulcros.
Bofetón magnífico al rostro de la doble moral que malesconde simas vergonzantes y actos punibles, La mitad del mundo se exhibe tanto en la Cineteca Nacional como en salas comerciales.
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