n el año que terminó, el gremio teatral se vio enlutado por los decesos de la excelente dramaturga y directora de teatro para niños Perla Szuchmacher y el inmenso actor Claudio Obregón. Los últimos días de 2010 se ensombrecieron por la pérdida de Héctor Mendoza, el creador –como bien dijo Luis de Tavira– del teatro moderno en nuestro país.
El maestro
decían las generaciones posteriores sin añadir apellido, y se sabía que hablaban de Mendoza, el indiscutible maestro de nuestro teatro, al que ahora los no muy bien informados relacionan con algo tan peligroso de definir como es la vanguardia. No terminó la autobiografía que escribía y hubiera sido muy importante confirmar con sus propias palabras que no lo movía un afán de vanguardismo y de acatar modas, sino una incesante búsqueda de los meandros del teatro, porque nunca se durmió en sus laureles y no repetía lo que había sido un éxito si lo sentía agotado, y una nueva inquisición apoyada por una teoría que en ese momento había elaborado, en virtud de que respondía a una inquietud suya, se hacía presente en su dramaturgia o en sus puestas en escena.
Ojalá algún investigador acucioso rescatara declaraciones a la prensa, que estoy segura las hizo más allá de charlas entre amigos, de lo que proponía en las vueltas y más vueltas de su pasión artística. Completarían, en cuanto a sus escenificaciones, lo que nos revela su escritura, cuyas obras completas saldrán pronto a la luz coeditadas por la UNAM, El milagro y La rana guanajuatense, para aliviar en algo su ausencia.
De cualquier forma, 2010 no fue un buen año para las artes bajo la sombra del centenario de la Revolución y el bicentenario de la Independencia, éste último muchísimo más destacado por un gobierno conservador que detesta lo que el movimiento de 1910 significó para el país, aunque ya no queden tantos rastros.
En el costosísimo y malogrado Desfile del Bicentenario, cuyo discurso fue encomendado al australiano Ric Birch, participaron destacados teatristas nacionales, y si el resultado fue aberrante la culpa mayor fue del deshilvanado guión y la incorporación de los llamados voluntarios, gente sin la más mínima idea de lo que es una escenificación.
Para muchos –y aquí se asoma una de las grietas de lo que no es una verdadera comunidad teatral– la participación de los creadores escénicos es una especie de entrega a un régimen con el que no todos ellos están de acuerdo, pero habría que pensar que no se trató de un mecenazgo, sino de la contratación de profesionales para que llevaran a cabo una tarea, lo que pone en el tapete, una vez más, la relación de los artistas con el poder. La figura del Coloso con los rasgos del contrarrevolucionario Benjamín Argumedo, por otra parte, es casi representativa del conservadurismo que muchos teatristas exhibieron en sus montajes.
En efecto, tanto en la dramaturgia como en las escenificaciones, autores y directores utilizaron al teatro, como debe de ser, para dar sus puntos de vista ideológicos. Habría que hacer una mención muy aparte de Los insensatos, la estupenda metáfora que David Olguín llevó a cabo en el Teatro El Milagro con un buen reparto y el apoyo escenográfico de Gabriel Pascal. Las escenificaciones referidas a Independencia y Revolución variaron en concepción y calidad, y fueron muchas menos de lo que se podría haber esperado. La Compañía Nacional de Teatro (CNT) ofreció temporada con Egmont, de Goethe, en adaptación de Juan Villoro y dirigida por Mauricio García Lozano, donde el hálito libertario fue un buen inicio para celebrar el Bicentenario.
No ocurrió lo mismo con Horas de gracia, de Juan Tovar, en la que los añadidos al original, como las canciones de la Patria joven y la visión del director José Caballero, convierten a Iturbide casi en héroe romántico en contraste con los otros personajes. Iguales contrasentidos ofreció Drama Fest, el festival instituido por Aurora Cano con Cayendo con Victoriano, de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, en que la sentimental mirada hacia Victoriano Huerta borra lo monstruoso del personaje, y Neurastenia, el juguete de Ximena Escalante, de Teatro dentro del teatro, donde la fugaz aparición de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo les otorga toda su dimensión.