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El filosófo declara; la metafísica de las apariencias
El filósofo declara, de Juan Villoro, bajo la dirección de Antonio Castro, es la parodia de un mundo académico signado por la hipocresía y el ridículo involuntario; enraizada en un profundo antiintelectualismo que se aterra frente a cualquier empresa dirigida a la búsqueda de la verdad: sobre todo la personal.
Dos académicos, propietarios de parcelas de poder situadas en los extremos, aparecen a lo largo de la representación si no como seres idénticos sí muy parecidos. Ambos con su corte de sirvientes, marcan territorios definidos por viejas dicotomías que establecen con claridad quién manda y quién obedece. Ambos se necesitan y se crean uno al otro: uno premia y el otro se deja premiar.
Uno, el Pato Bermúdez, presidente de la academia de Filosofía, desde el poder institucional; otro, El Profesor, desde la insularidad indiferente a un mundo burocrático que consolida prestigios a través de reconocimientos y premios, que parecen no importarle, refugiado en unas parálisis fingidas lejano de los reconocimientos públicos y el oropel institucional que premia la rebeldía y la pseudorrebeldía.
El Profesor abre la representación, aparentemente reflexivo (debería decir, rumiando su codicia), desde su silla de ruedas, un dispositivo que indica que de la mitad del cuerpo hacia abajo ya nada se moviliza ni se inflama. Se acompaña El Profesor de su esposa, un patiño amoroso (que sostiene y refuerza sus chistoretes amargos), postergado por el egoísmo misógino tan característico en los medios pseudoprogresistas.
Villoro, valiente y crítico, ha logrado mostrar una parte de la miseria institucional de un mundo, fundamentalmente el académico, donde dominan la rivalidad, la envidia, el resentimiento, la superioridad enmascarada de falsa modestia. Un entorno dominado y manipulado por políticos que se sirven de la ambición sumisa de un grupo social que se fascina con enorme facilidad frente a la imagen que les devuelve el espejo.
El filósofo declara es un texto que se resiste a su representación porque parece conformarse con su consistencia de palabras y los afanes de su dirección parecen restringirse al marcaje de tareas escénicas, de orientaciones coreográficas y de definición de personajes que el director renuncia a concebir como secundarios.
El trabajo del director Antonio Castro modela la participación de Clara, la esposa (Pilar Ixquic Mata) y Pilar, la sobrina (Fabiana Perzabal), que le devuelven el esfuerzo con creatividad y energía actoral. El actor más resistente a ese modelaje es Jacinto, el chofer (Edgar Parra): anodino y sin matices, un musculoso doctorante, el casi único lector de El Profesor y quien le sirve de chofer a engañadillas para dotar al solitario de un interlocutor que le produzca una irritación suficiente como para sentirse vivo.
Villoro ha cedido a la tentación dramatúrgica como lo han hecho narradores muy sólidos como García Ponce, Elizondo, Fuentes, Paz y Del Paso. Esa indagación produce un innegable objeto de curiosidad pero en todos los casos fuera de las exigencias que propone el horizonte escénico contemporáneo. Son textos que pueden ser virtuosos en su lectura en atril pero monolitos para cualquier director que ha renunciado a ilustrar ideas literarias. Desde Shakespeare, escribir teatro es un desafío irresistible para poetas y narradores.
No puedo dejar fuera de escena esa consideración valorativa cuando un texto trata de imponerse con la fuerza de El filosofo declara. Pienso que el esfuerzo de Castro y sus actores consistió en ponerle limites, pero eso sólo se logra totalmente si se reescribe sobre la escena, de lo contrario la declaración del filósofo se convierte en declamación del filósofo.
Dividida en dos partes, la obra se mantiene entre la parodia y la comedia durante la primera. En la segunda, se percibe más la mano estructurante del director y no necesariamente la obra fluye mejor. Me atrevo a suponer que Castro intervino el texto de Villoro para ampliar los registros actorales, sin embargo disminuyó el poder corrosivo de la parodia y la comedia hasta bajar el volumen de las risas del público.
El entramado anecdótico no decepcionará al público, incluso a aquel aficionado al suspense; hay un personaje al que se espera y la espera es larga con la largueza del rigor escénico y narrativo al modo que ya una vez fijó Beckett en Esperando a Godot.
Teatro Santa Catarina, Coyoacán. Consulte www.teatro.unam.com.mx.
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