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Querido diego, te abraza Quiela
Pocos directores en nuestra república del teatro han demostrado tan grande y sostenida preocupación por los temas relacionados con la identidad nacional como el morelense Mauricio Jiménez. Con más de tres décadas de vida profesional, el nacido en Cuautla ha construido una trayectoria escénica rigurosa y obstinada acerca de las contradicciones y paradojas de la mexicanidad, alcanzando acaso su cima poética hace casi veinte años con Lo que cala son los filos, summa historiográfica, antropológica y filosófica del mestizaje que se desplegaba, con un virtuosismo que azoraba a sus espectadores, por las escalinatas desusadas del Museo del Carmen. De cualquier forma, las inquietudes de Jiménez lo han llevado al examen de múltiples episodios y personajes connotados de la vida nacional, al tiempo que lo han consolidado, sin duda alguna, como uno de los directores más imaginativos de la escena mexicana contemporánea.
Se dice de Mauricio Jiménez que es un director imaginativo no como un halago insignificante sino como un indicador de uno de sus cimientos principales: se trata sin duda de un metteur cuyas puestas en escena anclan, se desenvuelven y giran en torno a su capacidad de generar imaginarios atravesados por la simpleza, el esmero y la hondura. Austero y de una contundencia escénica inobjetable desde lo formal, Mauricio suele generar narrativas que equilibran esa efectividad formal y visual con un análisis exhaustivo de personajes crepusculares, de personalidades situadas en el límite del último círculo del infierno personal, con un pie y medio en el despeñadero definitivo.
Escena de Querido Diego, te abraza Quiela |
No podría ser distinto, pues, su acercamiento a la vida de una figura tan controvertida como trillada: Diego Rivera, y una biografía más pública que privada o, al menos, más proclive a la romantización fanática que a cualquier abordamiento medianamente sobrio. De entrada, pudiera sorprender que su plataforma sea un material como Querido Diego, te abraza Quiela, la novela epistolar con la que Elena Poniatowska ficcionó la relación entre el muralista mexicano y la pintura rusa Angelina Beloff. No necesariamente porque pudiera dudarse de la veracidad o precisión de la mirada de Poniatowska acerca de los personajes novelados, o porque uno prefiera la sencillez de la Poniatowska cronista a la de la Poniatowska novelista. En todo caso, será porque, en términos estilísticos y prosísticos, la novela de Poniatowska no pareciera ser, apriorísticamente desde luego, una base generadora de una narración escénica particular.
Si lo anterior acaba sucediendo es, desde luego, por la capacidad narrativa de Jiménez, la histriónica de Ana Bertha Cruces, Leonardo Cruz y Beatriz Juan Gil, y la escenográfica y lumínica de Fernando Flores, quienes en torno a la compañía queretana Atabal han presentado su versión escénica de la novela referida en el Museo de la Ciudad de Querétaro. Sin menoscabo de las virtudes narrativas de Poniatowska, no es descabellado referir que en las manos de Jiménez la ficción creció y amplificó sus efectos y alcances, merced a su capacidad de síntesis y de subrayado de las paradojas que atraviesan la novela y, ulteriormente, la vida de los personajes referidos. Con todo y que no puede evitarse la sensación de que este acercamiento a la figura de un par de artistas atormentados ofrece poco de especial en relación con otros anteriores, el trabajo de imágenes del director vuelve a ser uno de los aspectos destacados. Una galería que, con la complicidad del iluminador y del elenco, se convierte eventualmente en el eje narrativo del montaje, en el rasgo que le otorga un sello distintivo y en aquello que hace que Cruces, Cruz y Juan Gil alcancen tesituras interesantes con todo y que los códigos del director los hagan intercambiar roles y subordinarse al relato, en un rasgo expresivo que Mauricio Jiménez ha utilizado en más de una ocasión previa y que bien podría dar sus primeros indicios de agotamiento. Pese a ello, los tres actores constituyen actuaciones sólidas y el director consigue un discurso efectivo. La impresión de que el lugar común ha rondado la escenificación en varios pasajes ha de tener su origen, entonces, en la elección del material originario y en la certeza de que la prestancia formal no siempre alcanza a revertir las limitaciones de una mirada cansada y común sobre ciertas personalidades.
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