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Marco Antonio Campos
En tierra vallenata
Ir a Colombia tiene muy a menudo gustos y alegrías. Del 23 al 30 de mayo nos invitaron al Festival de Poesía de Bogotá a dos mexicanos (Margarito Cuéllar, amigo de gran bonhomía, y yo) y al durangaraño-colombiano José Ángel Leyva. En Bogotá a José Ángel se le reconoció vivamente la difusión que ha hecho por diversas vías de la poesía y la literatura colombianas. El principal organizador del Festival es el poeta Rafael del Castillo. Bogotá estaba como siempre: gris y lluviosa y los primeros días con tormentas eléctricas continuas.
El festival tuvo extensiones a Cartagena, a Valledupar y a Cali. Cuando Rafael del Castillo me preguntó dónde preferiría ir, contesté sin titubeos: a Valledupar. Viajamos al sitio Lêdo Ivo, que a los ochenta y seis años conserva una energía de vértigo, toma todas las cosas con buen humor, y lee en público, nunca deja de leer “Los pobres” y “El ratón”; el venezolano Juan Calzadilla, hombre cordial y silencioso; los uruguayos Ida Vitale y Enrique Fierro, amigos desde sus años en México (1974-1984) y discretos hasta la parquedad a la hora de leer; el cubano Pablo Armando Fernández, que antes de cada lectura informaba oportunamente a la concurrencia que había viajado por los cinco continentes y era leído en los cinco continentes; el chileno Jaime Quezada, experto en Pablo Neruda y Gabriela Mistral, quien me regaló su libro de recuerdos mexicanos de los años setenta (Bolaño antes de Bolaño), y José Ángel Leyva, que se sentía como en ciudad duranguense en casa vallenata.
¡Vaya hospitalidad afectuosa valduparense! Desde la organizadora de las lecturas y conversatorios, la bibliotecaria Mónica Morón Cotes, y su colaboradora Eliana, hasta el grupo de poetas, escritores y profesionistas: Pedro Olivella, poeta y juez, hombre inteligente e irónico; Alvaro Maestre García, poeta y ebanista (lo que habría encantado a Neruda), autor del libro de versos El triunfo de la palabra; Beethoven, un joven de la Guajira, que sabía en profusión sobre botánica y ornitología del norte colombiano, y el joven economista Sánder, quien nos sorprendió con su capacidad de análisis político y económico de las cosas de América Latina.
Yo quería conocer sitios donde pasaron los hechos y vivieron los personajes de las canciones de Rafael Escalona, “la figura que mejor encarna el riquísimo mundo del vallenato” (Daniel Samper). Unos y otras me mostraron la casa del pintor y dibujante Jaime Molina, cuya muerte inspiró quizá la canción más triste y honda de Escalona; de Darío Pavajeau Maestre, “gallero y folklorista”, y de Pedro Castro, que gracias a las canciones de Escalona, cuando uno habla de “la tierra de Pedro Castro”, de inmediato se sabe que es Valledupar. Las tres casas se hallan en el cuadrado de la plaza central, donde sucede buena parte de la telenovela Escalona, un canto a la vida, que el cineasta colombiano Sergio Cabrera filmó en treinta y tres capítulos, que de tan kitsch e inverosímil en momentos, acaba siendo tierna y jocosa. Gracias a la teleserie o culebrón el ex roquero Carlos Vives se volvió cantante de vallenatos; Escalona lo eligió para interpretarlo entre decenas de aspirantes.
El último día Mónica y Eliana nos llevaron a Lêdo Ivo y a mí a ver el cristalino río Guatapurí, incluyendo el famoso puente de los suicidas, luego al pueblo de La Paz, donde vivió otro amigo y personaje inolvidable de Escalona (Miguel Canales), que en un tiempo, refugiado en “La Montaña”, traía la “barba como un padre” y “mucho pelo como un indio”, y al final a Manaure, donde habitó Poncho Cote. Cuando entrevistamos Juan Manuel Roca y yo a Escalona, nos dijo que Miguel Canales era de una familia rica ganadera; no sé si lo sería en algún tiempo: la casa –a la que nos dejaron entrar– es de una muy modesta clase media. El Manaure del departamento del Cesar (hay otro en La Guajira) es un bello, verde y pequeñísimo pueblo al pie de la serranía. Tiene 12 mil habitantes. Cuando preguntaba dónde vivió Poncho Cote, maestro y amigo de Escalona, quien le ayudaba con la guitarra a afinar la música de paseos, sones y merengues, me decían, señalando en la calle principal hacia la plaza: “allá arriba”. Aún me pregunto dónde será “allá arriba”.
Dijimos adiós a los pájaros y a los árboles de Manaure, y me dije que si esta vez valió la pena el viaje a Colombia fue por conocer, aún muy brevemente, tierra vallenata.
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