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Quetzalcóatl puddle
De entrada se proyecta un escenario que pese al futurismo que insinúa es a la vez un tanto anacrónico: una playa artificial a cuya luz solar se accede previo pago prorrateado por horas, pese a lo cual no se garantiza plenamente el goce del servicio, que bien puede ser interrumpido por problemas técnicos. La razón de esta paradoja acaso pueda ser atribuible a que dicho escenario, futurista y todo, es en cierto modo una proyección enrarecida, amorfa y por lo mismo peligrosamente probable de este país cuasi bicentenario, con toda la cauda de contradicciones que entraña y que marcan su cotidianidad. En este ambiente, entonces, es que se desenvuelve la historia que implica a Claudina y Alecco, una pareja de amantes en busca de un remanso furtivo que nunca ha de llegar, pues la irrupción, de entre las olas que esculpen esa playa espuria, del esposo, que responde al nombre de Ricardito, ha de poner en crisis la relación no sólo de la pareja adúltera sino de los tres con su entorno. Una variante oblicua del clásico triángulo amoroso que desencadena, bien visto, un análisis que contrapone la intimidad del adulterio con la metaforización de la realidad nacional.
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Grosso modo, la anterior constituye la base temática y anecdótica de Quetzalcóatl puddle, obra dramática de Irela de Villers que, llevada a escena bajo la dirección de Gabriel Lozano, se presenta actualmente el Foro La Gruta de la capital. Dicho texto fue seleccionado y presentado en la ciudad de Nueva York, en noviembre pasado, como parte del Programa de Residencias Artísticas del fonca con la compañía estadunidense Lark Play Development. Más allá de comparaciones accesorias entre procesos diametralmente opuestos en todo sentido, bien valdría consignar que la obra de De Villers, sus repercusiones y sus posibles lecturas, alcanzan cierto consenso en contextos distintos debido al equilibrio con que vincula lo público y lo privado, en una elaboración que deja ver un manejo hábil de la trama y de los caracteres y un comentario hondo, no exento de ironía, acerca de la situación actual del país. A ello habría que sumar ciertas particularidades estilísticas de la autora que, como pocas en su generación cuando menos, se ha inmiscuido con el absurdo y lo ha adoptado como una de las claves fundamentales de su escritura. No sería descabellado detectar en Quetzalcóatl puddle las resonancias de una estela beckettiana y, desde luego, un homenaje explícito, intertexto y cita textual incluidos, a Traición, de Harold Pinter. Bien podría ubicarse en la exposición diáfana de estos referentes la universalidad de la pieza, pese a que esta influencia bien podría ser cuestionada en términos de contemporaneidad y anacronismo. Pero, partiendo de la base de que es la obra en sí misma la que sienta sus propias leyes lógicas y por ende su posterior análisis e interpretación, se puede hablar de una dramaturgia estrictamente fiel a sus postulados.
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Lozano, que como directora muestra una proclividad por poner en escena textos de dramaturgos mexicanos contemporáneos –como el caso de El anticristo, de Mario Cantú–, se ha decantado en este montaje por el ascetismo espacial y de efectos y, en complicidad con las escenógrafas Morgana Ludlow y Sofía Arredondo, y con Matías Gorlero como iluminador, construye un espacio que, lejos de materializar, evoca y contribuye a enfatizar esa sensación de anacronismo –en un sentido noble– y de desterritorialización que el texto de De Villers formula, pese a la evidente simbología y resignificación de elementos cercanos a un contexto claramente arraigado en lo local.
Lozano trabaja con un elenco que a priori podría pensarse como un miscast en cuestión de edad, pues en los personajes pareciera resonar cierto aire otoñal del que los actores carecen. Pero su obcecación en la contención y en la elaboración de un aparato formal complejo y matizado hace que Alejandro Morales, Claudia Trejo –en quien se evidencia un crecimiento interpretativo notorio– y Ricardo White hagan olvidar esa barrera en la edad y se apropien de sus personajes y del conflicto con cabalidad, profanidad y solidez. Un proyecto que encarna paradojas y metáforas interesantes y quizás desiguales, pero que representa al mismo tiempo una prueba fehaciente de la cohesión con la que una serie de complicidades artísticas asumen un diálogo riguroso.
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