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El original de Laura
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Ficha 13 del manuscrito de la última novela de Nabokov, correspondiente al texto de la página 43 de El original de Laura, obra que se publica a más de 30 años del fallecimiento del autor nacido en San Petersburgo
L

a última novela, inconclusa, que dejó Vladimir Nabokov, El original de Laura, aparece en México editada por Anagrama. Antes de la publicación de esta obra, se desató una polémica, como documentó La Jornada, pues el escritor dispuso que se destruyeran las 138 fichas manuscritas, lo que no se hizo, por lo que Dimitri, hijo del narrador, decidió que saliera a la luz. Con autorización de la editorial, ofrecemos a nuestros lectores fragmentos del capítulo uno, los cuales están numerados y corresponden estrictamente a cada manuscrito

Cap. uno

Su marido, contestó ella, también era escritor..., una especie de escritor, al menos. Los hombres gordos pegan a sus mujeres, se dice, y él ciertamente tenía un aspecto fiero cuando la sorprendió hojeando sus papeles. Fingió asestar un golpe con un pisapapeles de mármol y aplastar aquella mano pequeña y débil (desatando el movimiento febril de ésta). En realidad, ella buscaba una tonta carta comercial –y en absoluto trataba de descifrar su misterioso

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manuscrito. Oh, no, no era una obra narrativa que uno escribe deprisa y corriendo, ya saben, para ganar dinero; era el testamento de un neurólogo loco, una especie de Opus Ponzoñosa, como en aquella película. Le había costado, y le seguiría costando años de duro trabajo, pero la cosa, claro está, era un secreto total. Si ella lo mencionaba siquiera, añadió ella, era porque estaba borracha. Quería que la llevaran a casa, o mejor, a algún sitio agradable y tranquilo con una cama limpia y servicio de habitaciones. Llevaba un vestido sin tirantes

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y unas zapatillas de terciopelo negro. Sus empeines desnudos eran tan blancos como sus hombros jóvenes. La fiesta parecía haber degenerado hasta convertirse en un montón de ojos sobrios que la miraban fijamente con una compasión repugnante desde todos los rincones, desde todos los cojines y ceniceros, e incluso desde las colinas de la noche de primavera enmarcada en la puertaventana abierta. La señora Carr, la anfitriona, repitió que era una lástima que Philip no hubiera podido asistir, ¡o más bien que Flora no hubiera podido convencerle

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para que fuera! La próxima vez lo drogaré, dijo Flora, palpando en el asiento a su alrededor en busca de su pequeño neceser informe, un perrito negro y ciego. Aquí está, exclamó una chica anónima, agachándose rápidamente.

El sobrino de la señora Carr, Anthony Carr, y su mujer Winny eran una de esas parejas de trato fácil y exageradamente generosas que se mueren por prestarle el apartamento a un amigo, a cualquier amigo, cuando ellos y su perro

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no lo necesitan. Flora vio al instante las cremas ajenas en el cuarto de baño, y la lata de Fido’s Feast abierta junto a un trozo de queso sin envoltorio en el frigorífico atiborrado. Una breve lista de instrucciones (dirigidas al portero y a la asistenta) terminaba con Llamen a mi tía Emily Carr, algo que obviamente ya se había hecho, para lamentación del Cielo y regocijo del Infierno. La cama de matrimonio estaba hecha, pero no habían cambiado las sábanas. Con meticulosidad cómica, Flora extendió

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el abrigo de piel sobre la ca-ma antes de desvestirse y acostarse en ella.

¿Dónde estaba la maldita maleta que le habían subido antes? En el armario del vestíbulo. ¿Hubo que sacarlo todo para poder encontrar las zapatillas marroquíes plegadas en posición fetal dentro de su bolsa cerrada con cremallera? Escondida bajo las cosas de afeitar. Todas las toallas del cuarto de baño, tanto las rosas como las verdes, tenían una textura espesa, empapada, esponjosa.

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Vladimir Nabokov (1899-1977)
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Portada del libro de Vladimir Nabokov, publicado por el sello Anagrama

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Escojamos la más pequeña. Cuando volvía, se le salió el borde trasero de la zapatilla derecha y tuvo que utilizar el dedo a modo de calzador en el talón agradecido.

Oh, date prisa, dijo en voz baja.

Aquella primera rendición su-ya fue un tanto repentina, si no palmariamente inquietante. Una pausa para unas caricias leves, un azoramiento solapado, un entretenimiento fingido, una contemplación preliminar. Era

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una chica excesivamente delgada. Se le marcaban las costillas. Los llamativos salientes de las caderas enmarcaban un abdomen hueco, tan plano que desdecía de la idea de panza. Su exquisita estructura ósea se deslizó de inmediato al interior de una novela –se convirtió de hecho en la estructura secreta de esa novela, además de apuntalar varios poemas–. Los pechos menudos de aquella impaciente beldad de veinticuatro años parecían una decena de años más jóvenes que ella, con aquellos pezones pálidos y estrábicos y aquella forma firme.

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Sus párpados pintados estaban cerrados. Una lágrima sin significado especial ornaba sus pómulos. Nadie podía saber lo que estaba pasando por aquella cabecita. Un mar de deseo se rizaba en ella, un amante reciente caía hacia atrás en un desvanecimiento, dudas profilácticas se planteaban y descartaban, el desdén por todo el mundo salvo ella misma pregonaba con una oleada de calor su presencia constante, aquí lo tiene, le dijo la chica sin nombre agachándose rápidamente. Querida mía, dushka moya (sus cejas

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se alzaron, sus ojos se abrieron y volvieron a cerrarse; no era frecuente encontrarse con rusos, ha de tenerse esto en cuenta).

Le ocultaba la cara, le cubría el costado, le envolvía el vientre con besos –todos muy aceptables mientras siguieran secos.

Su cuerpo delicado, dócil al dársele la vuelta con la mano, reveló nuevas maravillas: los omóplatos movientes de un niño al que se le está metiendo en la bañera, la encorvadura de columna vertebral de bailarina, las nalgas

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estrechas, de un encanto irresistiblemente ambiguo (el más bestial de los barrancos de la naturaleza, dijo Paul de G. al ver cómo un viejo y adusto profesor universitario miraba a unos jovencitos que estaban bañándose).

Sólo asociándola a ella con un libro difícil no escrito, escrito a medias, reescrito podría albergar uno la esperanza de transmitir al fin lo que

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las descripciones contemporáneas de la cópula tan raras veces transmiten, al haber visto la luz recientemente y ser por tanto muy genéricas, en el sentido de organismos de arte primitivos si los comparamos con el logro personal de los grandes poetas ingleses que hablaban de atardeceres en el campo, retazos de cielo en los ríos, nostalgia de sonidos remotos... cosas totalmente más allá del alcance de Homero u Horacio. A los lectores se les remite a ese libro, que está en un estante muy alto, a una luz muy mortecina, pero que

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ya existe, como existe la magia, y la muerte, y como existirá, de ahora en adelante, la boca que puso instintivamente al usar aquella toalla para limpiarse los muslos después de la retirada en marcha prometida.