n el año de los centenarios, ésta parece ser la consigna del gobierno, emitida por el valiente secretario de Gobernación en claro seguimiento de las órdenes del señor Presidente, un grito que convoca a la lucha a muerte contra el enemigo público número uno de este país
, que ya no es López Obrador, sino el mismísimo narcotráfico.
Los mexicanos no parecemos muy entusiasmados ante la apasionada convocatoria, quizás por no tener muy claro ni el sentido ni la razón de ésta, o quizás también poniendo en duda las no tan diáfanas razones que la impulsan, sobre todo al observar que el discurso es pronunciado sin mayor compromiso con quienes se han visto atrapados en esta guerra, que no sienten suya, pero cuyos riesgos tienen que enfrentar y que en no pocos casos han terminado en tragedia, generada por acciones militares o policiacas totalmente injustificadas, acompañadas del consabido usted disculpe
o incluso del discurso prefabricado sobre la posible participación de las víctimas en la delincuencia, como justificación de las atrocidades cometidas en nombre de la ley. No es que los narcotraficantes nos parezcan adorables, pero tampoco que su existencia justifique el estado de guerra y violencia al que nuestro país ha sido arrastrado.
Así, al leer y escuchar los discursos de los líderes del gobierno y las verdades distorsionadas de la televisión, se me vienen a la mente los innumerables ejemplos de gobernantes, que no sabiendo otra cosa que hacer y para distraer a sus gobernados, se han inventado enemigos entre los pueblos vecinos, entre los que piensan de otro modo, o entre los que son diferentes en algún sentido. Podemos recordar así, a los líderes religiosos proclamando la guerra contra los infieles, a la continua cauda de condes, duques, reyes y emperadores europeos proclamándose en guerra los unos con los otros, en una secuela ascendente que llegó a su cúspide con las dos guerras mundiales del siglo XX, con sus decenas de millones de muertos y sus escenas de terror y de tragedia.
En la mayor parte de estas guerras absurdas, el libreto suele iniciarse con reuniones secretas, en las que un grupo reducido de personajes, aduciendo verdades a medias y movidos más por intereses personales o de grupo, se ponen de acuerdo para configurar un escenario de guerra, definiendo desde luego quién será declarado enemigo y la justificación para ello, bien sea con el acuerdo de éste o con su desconocimiento de lo que se trama en su contra, a ello sigue una bonita campaña de desinformación invocando los peligros que enfrenta la patria y su gente, con los obscuros tiempos que se avecinan si no se enfrenta el mal con energía y patriotismo, considerando los siniestros designios que él, o los enemigos tienen en mente y que afortunadamente han sido descubiertos
con oportunidad, gracias a la visión de los gobernantes.
Un par de acciones militares, algunas veces fabricadas a partir de la imaginación y otras de verdad, suelen servir a lo que en el terreno comercial, los empresarios estadunidenses llaman el kickoff del proyecto, para indicar que éste ha entrado a su fase operativa. Un bonito ejemplo de todo esto, lo representa el momento aquel en el que el ilustre emperador de Francia, su excelencia Napoleón III, decidió lanzar sus ejércitos contra un enemigo de la civilización misma, un pueblo de individuos exóticos y medio salvajes que no aceptaban la realidad de la supremacía europea, y a quienes se debía dar un escarmiento ejemplar. Desde luego no trato aquí de establecer una relación entre los mexicanos y el narcotráfico, sino de presentar un ejemplo de hasta dónde puede llegar la irracionalidad de un gobernante para justificar una guerra.
Cuando la guerra empieza, el enemigo designado se ve obligado a actuar, a veces en defensa propia y otras como resultado de arreglos establecidos para darle calor y color al escenario. De cualquier forma los resultados suelen ser impresionantes, los primeros encuentros causan furor entre los habitantes de la nación agresora, que comienzan a comprender así la grandeza de sus líderes, justificando sus sabios preparativos y acciones, la guerra ahora es real y en ella se demostrarán las virtudes de esos líderes (aunque exista el riesgo menor de que su propia ineptitud les haga pasar a la historia como lo que son en realidad).
Los ejemplos se me agolpan en la cabeza, es Antonio López de Santa Anna, declarando la guerra a los texanos; es Lyndon Johnson presentando a Ho Chi Minh como el asesino del Tonkin; es Bush presentando a Saddam Hussein como un riesgo para la humanidad toda; es Mussolini presentando a los etiopes y su monarca Selassie como enemigos del progreso; es Hitler acusando a Masaryk y a los judíos de obstáculos para el desarrollo de Alemania, o quizás son varios acusándose entre todos del crimen de Sarajevo. El guión no es, pues, nuevo ni original, pero sigue siendo útil.
A todos estos líderes la guerra les ha proporcionado innumerables ventajas, especialmente poder y gloria, aunque algunas veces también riqueza, por lo menos por algún tiempo; a algunos, sin embargo, las cosas no les resultaron nada bien al final, pero, bueno, son los riesgos inherentes. La inclinación de Felipe Calderón por la violencia, fue conocida desde su campaña presidencial, el escaso valor que para él representan las vidas humanas, y en particular, las de aquellos que supuestamente gobierna, se ha ido revelando mediante sus declaraciones de los meses recientes, la capacidad para fabricar historias y escenarios por parte de sus colaboradores cercanos es también ya del dominio público, al igual que los resultados de su guerra contra el crimen
en la cual ha querido involucrarnos a todos, como lo ha hecho con el Ejército, sin embargo, no es nuestra guerra, ni lo puede ser mientras tantas cosas estén confusas, particularmente en lo que toca al origen de todo esto, al igual que a las fuentes de abastecimiento de armamento y los mecanismos de importación de estos individuos considerados como enemigos.