erlín, 18 de febrero. Aunque la duración oficial de la Berlinale es de 10 días, cumplida hoy la semana desde su inauguración, muchas de sus actividades han llegado a su fin. La mayoría de compradores y distribuidores extranjeros se han marchado y el Mercado Europeo del Filme empieza a parecer un sitio abandonado; también concluyeron hoy las sesiones del Talent Campus, mientras las revistas especializadas llegaron a su última edición. Está probado que un festival de cine debe durar una semana, a lo mucho; los días adicionales son de vida artificial, innecesariamente prolongada.
Quizá por eso la competencia se reservó para hoy sus títulos más indefendibles. Total, quién se va a dar cuenta. La primera de la tarde fue la alemana Jud Süss–Film ohne Gewissen (El judío Süss), recreación en típico color deslavado de cómo el actor alemán Ferdinand Marian (Tobias Moretti) fue reclutado durante la Segunda Guerra Mundial por Joseph Goebbels (un delgado Moritz Bleibtreu) para interpretar una película de propaganda antisemita. Un argumento promisorio que, en las chapuceras manos del director Oskar Roehler, se vuelve una denuncia tan obvia y burda como las realizadas por los nazis en su momento.
Hay momentos en que uno se pregunta si Roehler ha sido tan sagaz de imitar el estilo tosco de esas películas de propaganda con su música melodramática y monstruosas sobreactuaciones. Sin embargo, el recuerdo de su hedionda adaptación de Los elementos particulares (2006) confirma que su ineptitud es genuina, no una parodia crítica. Ciertamente, es fascinante el tema faustiano de cómo un actor puede ganarse la condena eterna por hacer tratos con el diablo nazi. Pero esa película ya se hizo en 1981, se llamaba Mephisto, y la hizo un director de indiscutible talento, el húngaro István Szabó.
El segundo desengaño del día fue la argentina Rompecabezas, debut de Natalia Smirnoff afectado por todos los tics de ese minimalismo chamagoso que ya rebasó su fecha de caducidad. Filmada casi toda en acercamientos de una cámara en mano, con un foco corregido sobre la marcha y colores que recuerdan a un queso amarillo echado a perder, la supuesta película gira en torno un ama de casa aburrida que encuentra una nueva pasión en armar rompecabezas.
El verdadero rompecabezas sería entender el proceso de selección de esta edición de la Berlinale. ¿Cómo es posible que dicha nadería represente no sólo al cine latinoamericano, sino también a todo el hispanoparlante en la competencia? ¿Será que el desdén es sintomático? En el documental Spur der Bären (La huella de los Osos), hecho con pereza por el alemán Hans-Christoph Blumenberg para conmemorar el 60 aniversario de la Berlinale, no hay una sola mención del cine latinoamericano. El mismo que ha ganado un par de Osos de Oro consecutivos en los años recientes del festival, nada menos, además de varios Osos de Plata en su historia.
Había interés por Na putu (En el camino), segundo largometraje de la bosnia Jasmila Sbanic, precisamente porque su anterior Grbavica, la revelación de Sara, había obtenido el Oso de Oro en 2006. Ahora la protagonista es una sobrecargo (Zrinka Cvitesic) que empieza a perder a su pareja cuando éste se deja seducir por el islamismo fundamentalista. La película encuentra su único momento intenso cuando ella acompaña al novio a un campo de adoctrinamiento, donde la atmósfera amenazante es como de Los usurpadores de cuerpos. Sin embargo, pierde interés en cuanto Sbanic no imagina otro desenlace diferente a la reacción lógica y normal de toda mujer que se harta de las adicciones de su compañero, ya sean al alcohol, a las drogas, a los juegos de video o a las convenciones de Star Trek: mandarlo a Alá (y lo que sigue).