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El último suspiro del Conquistador / XXIV

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sa misma noche, al regresar de la lonchería, Rufino hubo de desalojar el cuarto que había ocupado durante meses en el fondo del patio de la casa de La Seño. A pesar de las jornadas de trabajo larguísimas, allí había tenido paz y refugio, y entre lágrimas silenciosas empacó sus pocas pertenencias en dos cajas de cartón. En los años siguientes, deambuló por la Sierra Norte, de allí se fue al Totonacapan y luego emigró a los campos de Chicontepec.

Iba de tianguis en tianguis, cargaba bultos a cambio de unas monedas, dormía donde podía y comía los sobrantes de los puestos de alimentos. A otros muchachos, esa vida implacable y dura los habría hecho hombres, pero en ella Rufino se hizo mujer. Rehuyó en forma sistemática las cofradías de los varones y buscó aproximarse, en cambio, a las redes femeninas. En un principio, era recibido con desconfianza, pero cuando veían que no había en él ningún propósito de seducción ni de sujeción, las mujeres lo aceptaban como una más entre ellas y terminaban por aceptarlo. Por observación, Rufino aprendió las leyes tenues y tácitas de la solidaridad y la rivalidad entre las de su género y descubrió en sí mismo los mecanismos que impulsaban la conducta de las otras.

Un buen día, cuando un comerciante de legumbres le preguntó cómo se llamaba, Rufino respondió sin pensarlo: Rufina.

* * *

Había muchos escombros. Había suciedad y charcos de sangre seca por todas partes. Había huellas de fuego extinto. Había agonizantes abandonados que dialogaban con su propio dolor en una lengua áspera y dulce al mismo tiempo. Había cuerpos hinchados, sostenidos en posturas y equilibrios insólitos por la rigidez de la muerte. Recorrió los espacios de la urbe no con el paso altivo de un conquistador triunfante sino con la mirada baja y un perol de remordimientos hirviéndole en el pecho.

Comparó las imágenes del trayecto con el recuerdo deslumbrante de una ciudad blanca y altiva que lo había recibido en son de paz y con la sumisión angustiada de su Tlatoani. Aquella primera vez que paseó la mirada virgen por Tenochtitlan (el orden imponente de sus construcciones, la regularidad de los muros blancos con acentos ocres, turquesas y amarillos), experimentó el desconcierto de encontrarse con una escena de tiempos venideros. Y meses y fatigas incontables después, merodeaba con vergüenza entre las ruinas de la belleza destruida. ¿Para qué?, se preguntó a sí mismo, y se respondió: Por miedo al Paraíso.

* * *

Sánchez Lora pidió en su trabajo una licencia por cinco días. En los dos primeros no vio televisión. Los pasó revisando los periódicos atrasados para hacerse un panorama mental de los hechos delictivos ocurridos en el Primer Cuadro de la ciudad el día preciso que le tocó levantar los restos de un infeliz que había sido apachurrado por la caída de una estatua en la calle de República de El Salvador, a unos metros de Pino Suárez. Tal vez de esa manera podría dar con la identidad del muerto, cuyos pedazos fueron presentados por el gobierno federal como los de un connotado y peligroso narcotraficante.

Sánchez Lora había aprendido, en sus años de servicio, que una muerte violenta raras veces constituye un hecho aislado; por lo general, es la culminación de una cadena de infracciones menores y puede ser el punto de partida de un nuevo ciclo de delitos. Pero no halló nada que llamara su atención: la única información relevante del Centro Histórico que consignaban los vespertinos de ese día y los matutinos del siguiente era la fortísima e inexplicada ventisca que se abatió sobre la zona y que causó destrozos en esa esquina.

El tercer día, muy temprano, Sánchez Lora leyó en el periódico que, en Ciudad Juárez, 15 muchachos que asistían a una fiesta habían sido ejecutados por un comando armado. Se sintió asqueado, le pareció estúpido jugar al detective en un país a cuyas autoridades les importa un carajo la vida de la gente y decidió reincorporarse al trabajo antes de lo previsto. A las ocho de la mañana ya estaba en la agencia. A eso de las 10 apareció Manrique con una orden de trabajo para realizar el levantamiento de un cuerpo en un local del mercado de La Lagunilla.

–Mala pata, compadre –dijo Manrique–. Parece que nos va a tocar un fermentado.

* * *

–Bernal consigna –dijo la arqueóloga Diana al grupito de visitantes que tenía la fortuna de escucharla, en uno de los andadores metálicos que serpentean entre las ruinas del sitio –que el Templo de Tláloc tenía 127 escalones desde la base hasta la cúspide; si medimos uno de los escalones que quedan y multiplicamos la medida por ese número, tenemos que la plataforma superior de la construcción se alzaba a una altura semejante a la que tiene actualmente el campanario de Catedral.

* * *

El almero Tomás escuchó, de labios de El Negre, el procedimiento kikongo utilizado para despojar del alma a una persona: se prepara, en forma ritual, dos sustancias distintas: la primera se hace a base de extractos de plantas y la segunda, con sangre de animales. Mediante engaños, se consigue que la víctima ingiera un poco de la primera, lo que la lleva, en cuestión de horas, a la muerte; una vez que es sepultada, se le exhuma en secreto, se introduce en su cuerpo la segunda sustancia mágica, y entonces se tiene un muerto viviente o un vivo inanimado.

–¿Y el alma? preguntó el maya.

–En tumba está. O rompida en el aire. Eso El Negre no sabe. Quiere cuerpo, no aliento.

* * *

Andrés se sintió incómodo ante las puyas irónicas de Evaristo Terré, pero no tenía otro clavo del cual asirse y decidió seguirle la corriente.

–A ver, tú dices que el alma podría existir; que podría ser una supermolécula. ¿Me refrescas el concepto?

–Prefiero macromolécula –respondió el colombiano–. Proteínas, polisacáridos, polímeros en los que se amontonan muchos monómeros; tienen masas de más de 10 mil dalton... Y las orgánicas tendrían que ser algo así como lípidos, ácidos nucleicos, aminoácidos...

–A ver si te sigo –dijo Andrés–: ¿como si el alma fuera una especie de ADN?

–Pero mucho más grande, hermano –respondió Terré–. De hecho, el ADN es el alma del cuerpo. Nosotros nos preguntamos por el alma del alma –agregó, y soltó una carcajada ante su propia ocurrencia.

* * *

“Ya te diré los procedimientos que necesitas –empezaba diciendo el siguiente mensaje misterioso que Jacinta recibió en su correo de Facebook– pero debo hacer una advertencia previa que espero no te desilusione: si a tu frasco le dio la luz por años, hay algo que se llama ‘efecto fotodinámico’, en el cual la luz provoca reacciones químicas y cambios moleculares, aún a través del vidrio... Otra cosa: Entiendo que no había en el siglo XVI frascos de vidrio con tapón esmerilado. Los tapones en Europa eran de madera y pita, mojados en aceite de oliva y quizá lacrados. Si el tapón de tu frasco es de corcho, entonces el objeto tal vez es falso, porque el corcho para tapones se empezó a utilizar años o siglos después de Cortés.”

Su frasco tenía un tapón de corcho. Al leer aquello, Jacinta sintió que su esqueleto se derrumbaba.

(Continuará)