or unanimidad, el Consejo Nacional del PAN acordó ayer brindar un respaldo absoluto
a la política de alianzas impulsada por el actual dirigente de ese partido, César Nava Vázquez, y por su Comité Ejecutivo Nacional, con base en la cual ese instituto político planea presentar, junto con el PRD y otras fuerzas partidistas, candidaturas comunes para contender por las gubernaturas de distintos estados de la República.
En semanas recientes, los anuncios de la conformación de estas coaliciones en Oaxaca y Durango, además de las que probablemente se concreten en Hidalgo y Puebla, han suscitado un debate en torno a lo que, a ojos de la opinión pública, encierra un contrasentido y una incongruencia mayúscula de los partidos involucrados en relación con sus propias plataformas político-electorales. Al respecto, el propio César Nava ha intentado justificar estas alianzas con el argumento de que se busca democratizar
y lograr el arribo de gobiernos de transición
a las entidades mencionadas.
Es pertinente señalar que las coaliciones electorales entre fuerzas políticas no son en sí mismas negativas, y que incluso pueden resultar plausibles en la medida en que cuenten con una base programática conjunta y estén motivadas por un interés genuino en las necesidades de la población. Pero es obligado preguntarse sobre qué base podrá gobernar una coalición partidista en la que se conjugan intereses y plataformas tan disímbolos y hasta antagónicos como los que formalmente existen entre el sol azteca y el blanquiazul.
En una circunstancia como la actual, en la que convergen un desarreglo institucional de gran calado, una profunda crisis de representatividad y un divorcio creciente entre la clase política y el conjunto de la sociedad, estas alianzas parecen orientadas más bien a lograr un mejor posicionamiento electoral de los institutos políticos coaligados, o acaso tengan una motivación mucho más burda: garantizar el acceso al dinero público para las dirigencias de los partidos involucrados.
El costo inevitable de lo anterior es una subversión de los principios partidistas y, en última instancia, una difuminación de los perfiles ideológicos en el mapa electoral. Una muestra fehaciente de ello la ha dado el propio PRD, cuyos consejeros nacionales aprobaron, la semana pasada, las alianzas con el partido en el poder, el cual, cabe recordarlo, emprendió en 2006 una guerra de lodo en contra de la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador. Hoy se confirma que ese partido ha dejado de ser el punto de referencia y de confluencia de las izquierdas legalistas y parlamentarias, y que se va quedando, a lo que puede verse, sin causas ni banderas adicionales a las de la conquista y preservación de espacios de poder.
Para colmo, nada garantiza que, como asegura Nava Vázquez, una eventual victoria electoral de estas alianzas termine por llevar la democratización a las entidades referidas: la experiencia vivida en el año 2000 a escala federal indica que los colores y las siglas en el poder podrán alternarse, pero que ello no necesariamente implica en automático la consecución de cambios democráticos ni el abandono de las inercias corporativas y autoritarias características de los regímenes priístas. No puede pasarse por alto que la consolidación y perpetuación de los cacicazgos tricolores en distintas entidades del país ha sido posible, en buena medida, por los pactos de impunidad y los intercambios que el gobierno federal ha suscrito con algunos gobiernos del PRI, como quedó en evidencia con la cobertura legal e institucional que el calderonismo ha dado a Mario Marín, en Puebla, y a Ulises Ruiz, en Oaxaca.
Las alianzas que se comentan son, en suma, un dato adicional de la descomposición por la que atraviesan las diferentes fuerzas políticas en el país y, de manera más general, del profundo deterioro que acusa el conjunto de la institucionalidad política y de la tensión creciente que hoy se vive entre lo formal y lo real, entre las siglas y lo que representan –o lo que dicen representar– y sus verdaderos contenidos.