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Como muchos hombres de su época, Camus se enfrascó en la labor de encontrar sentido a un mundo que lo había perdido, sobre todo después de haber vivido la experiencia de la segunda guerra mundial. Hiroshima y Auschwitz marcaron el alfa y el omega de la sinrazón a la que había llegado el ser humano (aunque ahora hemos corroborado que la estupidez humana no tiene límites). Para ello, armado de su sensibilidad artística y su talento literario, Camus emprendió el camino de explorar el alma humana y recurrió a los mitos griegos a fin de encontrar en ellos las explicaciones y los modelos que requería para su tarea. Sin embargo, otros decidieron recurrir al racionalismo a ultranza para encontrar sentido a la historia, negando la posibilidad de un equilibrio, creando el caldo de cultivo propicio para los absolutismos y autoritarismos que sólo responden a una verdad única –la propia– y niegan cualquier posibilidad de diálogo o disidencia, desterrando incluso la creación, la imaginación y el poder interpretativo del mito en aras de “la causa”. Rollo May lo explica así: “El lenguaje abandona el mito sólo a costa de la pérdida de la calidez humana, el color, el significado íntimo, los valores: todo lo que da un sentido personal a la vida. Nos comprendemos mutuamente identificándonos con el significado subjetivo del lenguaje del otro, experimentando lo que significan las palabras importantes para él en su mundo. Sin el mito somos como una raza de disminuidos mentales, incapaces de ir más allá de la palabra y escuchar a la persona que habla” (cursivas en el original). En 1938, Camus culminó la escritura de Calígula, su primera obra de teatro, aunque no la dio a conocer sino hasta 1945. En 1940 abandonó Argelia y se estableció en la capital francesa, donde entró a la redacción del periódico Paris-Soir. En 1942, en plena conflagración mundial, publicó El extranjero y un año después sacó a la luz El mito de Sísifo. Ambos libros se convirtieron instantáneamente en sus obras más celebres y, al mismo tiempo, en las más incomprendidas y tergiversadas. En estas tres obras, Camus presentó sus ideas acerca del absurdo, que para él es la convicción de que la vida carece de sentido; se niega a otorgarle a la muerte una finalidad y, más aún, a que haya una trascendencia más allá de la muerte. El absurdo es el vacío, el vértigo que el hombre siente ante el silencio del mundo a preguntas esenciales. Pero en lugar de que Camus considere el absurdo como un fin, lo erige en el principio de todo. Lo primero es la comprensión de que si bien en sí mismo no todo en el mundo es absurdo, tampoco es totalmente razonable. Es decir, no hay absolutos, por lo que el hombre debe poner sus propios límites, y de ahí emerge su propia libertad. Camus en realidad invierte la polaridad del absurdo al que tantos han emparejado con la “nada” sartreana. En lugar de ser algo negativo, el absurdo es positivo porque, una vez asumido, permite la libertad y la creación. Como lo señala Marla Zárate, para Camus, el hombre absurdo es aquél que ya no cree en términos absolutos, que ya no los espera, que quizá siente nostalgia, pero opta por vivir en la sabiduría de sus límites: “es un hombre que puede aceptar una moral impuesta: una serie de reglas sociales, pero que no admitirá otras porque nada hay que deba ser justificado”. En este sentido, el conocimiento del absurdo se convierte en lucidez. Conocer el mundo significa encarar el absurdo. “Absurdo es, por tanto, lucidez y verdad. La lucidez del hombre y la verdad del mundo.” Para ilustrar sus ideas, Camus recurre a la novela y a la mitología. El personaje de Meursault representa al ser humano en el umbral del absurdo: lo siente, lo percibe y lo experimenta, inmerso en el vértigo y la angustia de la sinrazón. Meursault observa el transcurrir de sus días sin que nada cambie. Sin embargo, los acepta y así cree encontrarle sentido a una vida sin esperanzas, a la que siente que nada le depara el futuro. El asesinato sin sentido de un hombre, la resignada aceptación de su condena y la insensibilidad manifiesta ante la muerte de su madre, lo enfrentan, ante sí mismo y ante los demás, a la contundencia de los límites de su propia existencia. Llama la atención que, además de bordar sobre los planteamientos de Nietszche, Heidegger, Jaspers, Kierkegaard y Husserl, Camus haya descubierto el germen de sus planteamientos en la obra de Herman Melville, especialmente en Bartleby, el escribiente y Moby Dick. El aparentemente plácido empleado que responde ante cualquier encomienda o exigencia de decisión “Preferiría no hacerlo” podría ser un espécimen, quizá menos trágico, de la estirpe de Meursault, en tanto el capitán Ahab estaría aquejado del síndrome de Sísifo, acicateado por el deseo de venganza. De ahí que El extranjero represente el planteamiento inicial de la idea del absurdo que Camus desarrollará ensayísticamente en El mito de Sísifo. Meursault es el hombre absurdo que sucumbe ante el vértigo del vacío. Su resistencia al absurdo no construye sino destruye. Ni el asesinato ni el suicidio son considerados por Camus como salidas válidas a la angustia y la desesperación. He ahí la diferencia fundamental con Sísifo, quien para Camus es el héroe absurdo por excelencia. Condenado por los dioses a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña donde la piedra volvía a caer por su propio peso, Sísifo acepta su condena sin arredrarse, a pesar de que es evidentemente inútil, pues no lo lleva a ninguna parte. Sin embargo, Sísifo es un héroe “tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la vida, le han valido este suplicio indecible donde todo el ser se emplea en no acabar nunca”, afirma Camus. Pero Sísifo es, además, un héroe trágico debido a que es consciente. “¿Dónde estaría, en efecto, su pena si a cada paso mantuviese la esperanza de triunfar? El obrero de hoy trabaja, todos los días de su vida, en las mismas tareas y este destino no es menos absurdo. No es trágico más que en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la amplitud de su miserable condición: es en ella en lo que piensa durante su descenso. La clarividencia que debía de hacer su tormento consuma por ello mismo su victoria. No hay destino que no se supere con el desprecio.” En 1944, Camus asumió la dirección del diario Combat, en el que aparecieron muchos artículos que después recopilaría en los tres tomos de Actualidades. En 1947 publicó La peste, que muchos considerarían su obra maestra, aunque en su momento la crítica no le fue tan benévola (lo acusaron de escribir “un tratado de moral laica”). Lo cierto es que con esta novela –y sobre todo con El hombre rebelde, de 1951–, muchos se dieron cuenta de que el “existencialismo de Camus” tenía serias diferencias con el de Sartre. En La peste explora el problema del mal y el sufrimiento humano. Para ello toma como escenario la Francia ocupada por los nazis. ¿Cómo entender que Dios permita el mal? Ante “el silencio de Dios ”, Camus plantea una “santidad sin Dios” . Si Dios permite el mal o no puede hacer nada para evitarlo, lo que le queda al hombre es rechazar el mal, rebelarse ante él. “Sé sólo que hay que hacer lo necesario para no ser un apestado, y que eso es lo único que nos puede hacer esperar la paz o, en su defecto, una buena muerte. Eso es lo que puede aliviar a los hombres y, si no salvarles, al menos hacerles el menor mal posible e incluso, a veces, algo de bien”, escribió en La peste. Es probable que muchos interpretaran que Camus proponía una resignación pasiva ante la presencia del mal. Nada más lejano a eso. En El hombre rebelde desarrolló sus ideas al respecto y esto le valió la excomunión de la Iglesia sartreana. Para Camus, el hombre rebelde es aquel que acepta la vida sin sucumbir ante sus miserias, sin admitir que su aparente sinsentido deba conducir a la resignación, asumiendo una vocación humanista y solidaria. La rebeldía es una alternativa fáctica a la angustia existencial. Sin embargo, en ocasiones, llega un momento en que el hombre tiene que actuar para cambiar el mundo y sus circunstancias cuando el mal resulta inaguantable. Entonces decide volverse revolucionario y se abandona a la negación de la sumisión total en pos de la utopía. No obstante, el revolucionario termina por sacrificarse y sacrificar la libertad del hombre en función de un supuesto futuro mejor. Sin embargo –y aquí encontramos el meollo de la polémica con los sartreanos–, Camus señala que mientras la rebelión humaniza al hombre porque lo coloca más allá de Dios y del absurdo, la revolución sustituye un mito por otro e intenta divinizar al hombre por encima de la historia. He ahí la principal contradicción entre rebeldía y revolución: “Lejos de reivindicar una independencia general, el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene sus límites en todas partes donde se encuentre un ser humano y que el límite es precisamente el poder de rebelión de este ser. El rebelde exige sin duda cierta libertad para sí mismo; pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho de destruir el ser y la libertad de otro”; en tanto “el revolucionario es al mismo tiempo rebelde o entonces ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero, si es rebelde, acaba por levantarse contra la revolución”. En La caída, su última novelada publicada en vida, en 1957, Camus emprende una nueva reflexión sobre sus planteamientos, que parecían no dejarle del todo satisfecho. ¿Qué sucede si el hombre –personificado aquí por el juez-penitente Jean Baptiste Clamence– se engaña a sí mismo y en realidad alberga el mal dentro de sí y se descubre como alguien egoísta e incapaz de amar? ¿Qué pasa si en realidad el hombre no tiene salvación, si no tiene salida alguna a su angustia vital? Lamentablemente, sobrevino el accidente automovilístico que truncó su vida cuando apenas tenía cuarenta y siete años de edad y mucho que reflexionar todavía. Quizá Camus se sentía ya en un callejón sin salida, quizá por eso las novelas cortas de El exilio y el reino son una especie de regreso a su optimismo primigenio. Quizá su intención era volver a las cosas y los placeres simples, recuperar la inocencia perdida. Quizá por eso prefirió no usar el boleto de tren que encontraron en su abrigo el día de su muerte. |