l desparpajo con que la totalidad de las elites políticas con altísimos salarios reciben la crítica condenatoria por el agandalle que hacen de los escasos recursos de todos es digno del más amplio y enérgico rechazo de la ciudadanía. Su cínica actitud se apoya en el falso alegato del mérito y el rigor de la competencia: una simple cuestión de mercado, concluyen. Se ostentan como destinatarios de esos emolumentos por el grado de responsabilidad que acompaña a la compleja función que desempeñan. En otras ocasiones alegan los premios inherentes a la jerarquía burocrática, ya bien asentados en la legislación. Intentan así, de esta grosera forma, descargar sus conciencias, por lo demás bastante disfrazadas tras inescrutables rollos técnico-legales. Lo cierto es que tal pensamiento y conducta elitista hieren, profundamente, la ética distributiva. Es, también, causal de la rampante disparidad en el consiguiente reparto de los bienes y las oportunidades que genera el crecimiento.
A los funcionarios y políticos encumbrados no les importa ser señalados como parte sustantiva, como actores, a través del ejemplo, de la inequidad reinante en el país. Tampoco les induce penas e intranquilidades las consecuencias que esa degradada, perversa actitud acarrea en la convivencia organizada y la asimilación de los que debían ser aceptados como valores comunes. Para tales personajes es, simplemente, una situación dada, en el peor de los casos, por circunstancias ajenas a sus afanes de lucro, a sus propias determinaciones. Una realidad heredada de otros que la diseñaron. La conformación de ésta, todavía incipiente, república que ya cumple, con sus quiebres conocidos, doscientos años.
El apuntarse como merecedores de salarios y onerosas prestaciones, de marcado privilegio si se refiere al mínimo que recibe la mayoría, se convierte en acicate y justificante de disparidades sociales. Al prestar oídos sordos y desviar pudorosamente la vista de la miseria circundante, se agranda la brecha social, se restan energías productivas, merma las escasas voluntades de cambio. La brecha así perforada en el cuerpo colectivo es un recordatorio continuo, gráfico, del injusto reparto de la riqueza generada. ¿Cómo explicar, con sólidas razones y no con argucias verbales, la distancia que media entre el salario mínimo, que roza los 2 mil pesos mensuales, y los salarios de los encumbrados burócratas, jueces, gobernadores, ministros o legisladores que rebasan los 200 mil, 300 mil, 500 mil pesos mensuales? ¿Cómo justificar tal diferencia si en otros países, más eficientes incluso, las distancias no rebasan las cinco o, a lo sumo, las 20 veces entre unos y otros? Japón, los países nórdicos, Francia, Sudcorea y hasta España pueden ser modelos a imitar en sus estructuras de reparto.
Nadie puede presumir de justo o responsable al aceptar que la función pública pueda ser recompensada con salarios que alcancen y rebasen 100 mil pesos mensuales. Con un máximo de 80 mil pesos mensuales se puede adquirir todo lo necesario para una vida familiar desahogada, ahorrar para el mañana y darse uno que otro lujo. Rebasar ese tope, que ya es más que generoso, además de un despilfarro de los haberes colectivos, es inmoral, patrimonialista, falto de ética y motor de inestabilidad. Es imposible concebir una república cimentada en las abismales diferencias que aquejan al México actual, menos aún hacerla depositaria de orgullos, logros y dignidades. La normalidad en las sociedades desarrolladas habla de moderación, de igualdades, de balances, de retribuciones proporcionales. Tales conceptos llevan implícitos otros más apreciados, como paz, solidaridad, tranquilidad, eficiencia, progreso, soberanía, todos ellos ausentes o golpeados, trastocados, en la cultura del México actual. Cultura agobiada, manoseada, usufructuada por las elites que conducen los asuntos colectivos. Una cultura que, por estos aciagos días de retrocesos manifiestos, inseguridades y miedos inducidos, tratan de imponerla como envolvente inamovible, el fruto de una tradición a conservar. La vía adecuada para salir de las penurias cuando no es más que una tramposa huida hacia adelante que propicia el estancamiento, la pérdida de esperanza, la marginación y la pobreza de los muchos. La continuidad del modelo imperante es, precisamente, la oferta que difunden aquellos beneficiarios (individuales o de grupo) del estado de cosas. Una casta de privilegiados que se pavonea en medios que ensalzan la distinción de marca, la cuna, el dispendio, la fiesta, y se presentan como los ideales a imitar. La asentada conciencia de clase y su pretendida permanencia de hecho y derecho y hasta de su religiosa aceptación resignada. La continuidad, un horizonte aceptable para la derecha nacional, implica el olvido de las tribulaciones y deseos de las mayorías como referente decisorio, la falta de respeto al ciudadano, la exclusión de la pluralidad y el ninguneo de los derechos de las minorías.
Alcanzar una vida armónica, decente en lo individual y solidaria en lo colectivo, es la base que puede sustentar una república digna de tal nombre. Una república que ponga al alcance de sus mayorías las oportunidades que el progreso genera. Luchar por una transformación de la vida nacional que contenga, en su mero núcleo, dicho objetivo, es el propósito de un movimiento reivindicador de valores en ciernes pero masivo. El avance de tal aventura no vendrá fácil ni exento de tensiones, ataques, incomprensiones y penas. Por el contrario, exigirá imaginación, esfuerzo continuado y confianza en la sabiduría y el concurso popular que la empuje. Sin el pueblo, el futuro proyectado desde arriba sólo dará más de lo mismo que, por cierto, es cada vez es más poquitero.