La plaza, museo jurídico que atesora leyes de los pasados 500 años
Lunes 28 de diciembre de 2009, p. a30
Es discutible, como arguyó un lector catalán desde Barcelona el lunes pasado, que las corridas de toros sean una herencia del franquismo casposo
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La fiesta brava, como tradición cultural en la península ibérica, se remonta por lo menos al siglo XV, cuando gobernantes tanto o más sanguinarios que el abominable generalísimo de El Ferrol la convirtieron en entretenimiento favorito de la nobleza.
Los juniors de aquella época, los jóvenes aristócratas, precursores del rejoneo, que alanceaban a los toros bravos desde sus caballos pura sangre, antes de irse a las Cruzadas a pelear contra los árabes, eran los ídolos de entonces.
Cuando la corona española recayó en las sienes de los Habsburgo, que eran de origen francés, y las corridas fueron excluidas de la corte, la gente siguió celebrándolas en los pueblos con fervor indomeñable.
En lugar de los potros arábigos y las lanzas de los nobles, entraron en escena los caballos de desecho y las puyas de los picadores, que a su vez eran los carniceros de cada localidad y al final de la panchanga vendían en canal o en files los restos mortales de equinos y cornúpetas.
Quienes alegan que el mito de la tauromaquia y el rito que la celebra –la corrida– no son un tesoro cultural, olvidan, por ejemplo, que la plaza de toros es un museo jurídico en el cual recobran vigencia, leyes y normas, usos y costumbres, que la tradición ha ido acumulando a lo largo, mínimo, de cinco siglos.
Ahora bien, después de sufrir la corrida de ayer en la Plaza México, uno se pregunta por qué no apoya con su firma la iniciativa catalana.