Lunes 28 de diciembre de 2009, p. a30
Si algo une a los animalistas que luchan por la abolición de las corridas de toros es su rechazo a la crueldad como espectáculo: fobia comprensible pues el amor a la fiesta se transmite de padres a hijos y quienes no aprendieron a gozarla en la niñez difícilmente lo harán de grandes. Para que el debate florezca entre quienes odian y apoyan la tauromaquia tiene que haber tolerancia mutua. La iniciativa apoyada en Catalunya por 180 mil personas deseosas de prohibirla en esa región autónoma del Estado español, desató, en ambos bandos, una rabiosa intolerancia. Cuidado: así no habrá polémica sino guerra.
¿Qué es repugnante la crueldad que sufre el toro en el ruedo? Sí, sobre todo cuando lo enfrentan
mamarrachos. En cambio, si el toro se vuelve materia prima de una obra de arte, un poema plástico, una escultura efímera, y se va de este mundo sin haberse enterado, con el corazón partido en cuatro por una estocada fulminante, la lírica argumenta en favor de la épica y lo demás sale sobrando.
Pero, ¿qué ocurre cuando la crueldad no es espectáculo sino base de una industria? ¿Por qué tanto alharaca en contra de las corridas y no de los criaderos de pollos y cerdos, o de los engordaderos de gansos? Porque la crueldad industrial es invisible y la sociedad la tolera aunque sus efectos engendren virus pandémicos y enfermedades degenerativas crónicas en millones de personas al año.
Las gallinas que viven hacinadas, consumiendo anabólicos y estimulantes para poner huevos a toda hora, y que por falta de espacio para moverse evolucionan hacia formas monstruosas que nacen ya sin patas; los puercos que viven y mueren en el más asfixiante cautiverio; los gansos que son obligados a deglutir grasa hasta que revientan, para que sus hígados aporten la mayor cantidad posible de paté, ¿no merecen una defensa más apasionada que la de los toros de lidia?
Estos son los grandes privilegiados porque no trabajan. Desde becerros no hacen sino comer, vagar y prepararse para el momento cumbre (aunque muchos también son inflados con anabólicos para que parezcan adultos cuando aún son bebés). Criados para pelear, dan la batalla, sí, en condiciones por completo desventajosas, pero tienen aún la oportunidad de volver al campo como sementales cuando muestran una bravura extraordinaria. Si los animalistas lograran que las corridas fueran proscritas, el toro de lidia desaparecería como especie –a nadie le interesa reproducirlo sin provecho: es muy caro– y sus defensores
, a fin de cuentas, reducirían, todavía más, la biodiversidad.