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El factor principal que motivó esas numerosas modificaciones fue la necesidad de forjar una trama coherente y unitaria. Así, el capítulo El lazo de Canuto Arenas (El Universal, 10 de marzo de 1929) fue borrado de la versión definitiva por sus nulos nexos con el personaje central, Ignacio Aguirre, cuya disputa por el poder presidencial desencadena el argumento de la novela. Sin embargo, quizá este texto sea, junto con La fiesta de las balas, de El águila y la serpiente (1928), la anécdota sobre la Revolución más humanamente aterradora que Guzmán nos legó. Este relato cuenta cómo el general Protasio Leyva, al sufrir junto con su tropa marchas extenuantes durante la lucha revolucionaria, decide fusilar a dos de sus soldados, los más levantiscos, para escarmentar al resto y evitar deserciones. Creyendo injusta la decisión, su subalterno inmediato, el coronel López, aduce que no tienen suficientes municiones, por lo que Leyva ordena colgarlos. Como tampoco encuentran árboles ni postes de telégrafo para hacerlo, finalmente se decide que sus propios compañeros los ajusticien empuñando la bayoneta, pero los soldados se niegan a matar en una forma tan vil y cobarde a quienes han sido sus compañeros. Entonces Leyva, ardiendo en cólera, imagina un castigo cuya perversidad resulta difícil de igualar: ordena a su ayudante, Canuto Arenas, que monte en su caballo y lace por el cuello a los sentenciados para ahorcarlos a “cabeza de silla”, es decir, amarrando la soga o reata a la cabeza de la silla del caballo, método cuya efectividad requiere que alguien sujete con fuerza al ahorcado. En una espeluznante escena, Leyva, impaciente por la debilidad de carácter de un sargento, sujeta él mismo el cuerpo del segundo sentenciado, con lo cual contribuye al macabro “lazo de Canuto Arenas”.
El Universal interrumpió definitivamente la publicación de las entregas periodísticas de La sombra del caudillo el 27 de octubre de 1929, cuando debía haber aparecido el capítulo titulado Los boletines de El Gran Diario. Aunque esto privó a los lectores de conocer el final de la ficción novelesca, ellos sabían muy bien el desenlace de los sucesos históricos en los que se había basado Guzmán: la escabrosa sucesión presidencial de 1927-1928. Hacia el final del argumento, la novela aludía con nitidez al asesinato real del general opositor Francisco Serrano y trece de sus seguidores el 3 de octubre de 1927, en Huitzilac, durante su supuesto traslado por el ejército a Ciudad de México desde Cuernavaca. En Los boletines de El Gran Diario, Guzmán había parafraseado apenas los boletines oficiales de prensa, emitidos al día siguiente de este masivo asesinato tanto por Plutarco Elías Calles, entonces presidente en funciones, como por Álvaro Obregón, quien a la postre logró ser el candidato electo, lo cual le permitiría asumir un segundo período presidencial no consecutivo (aunque su asesinato el 17 de julio de 1928 frustró irónicamente sus ambiciones de perpetuarse en el poder). La difusión de La sombra del caudillo en forma de libro a fines de 1929 implicó un nuevo desafío. Plutarco Elías Calles, quien había concluido su período presidencial pero mandaba tras bambalinas, pensó en prohibir la circulación de la obra; Genaro Estrada lo disuadió con el inteligente argumento de que eso sólo provocaría un mayor interés entre los lectores. Luego de una segunda edición de la obra hecha por Espasa-Calpe en España (1930), por fin la editorial Botas lanzó una impresión mexicana en 1938 (hecho favorecido por el regreso de Guzmán a México en 1936 y por el no oficial decreto de expulsión del país emitido ese mismo año contra Calles por el presidente Lázaro Cárdenas).
La primera edición de La sombra del caudillo fue recibida con una acuciante sorpresa por sus lectores de este lado del Atlántico, quienes no podían dejar de maravillarse de que alguien aludiera, aunque fuera artísticamente, a hechos tan recientes y, sobre todo tan sangrientos, de la más inmediata política mexicana. Sin embargo, en un ejercicio crítico con una larga tradición en México, no fue raro que se saludara elogiosamente la aparición de la novela, a la vez que se omitiera cualquier descripción específica de su trama; de este modo se salvaba el escollo de la probable censura. Así sucedió en el inaugural comentario de Victoriano Salado Álvarez, quien eludió hablar del argumento del texto y emitió una de sus acostumbradas frases contundentes y proféticas: “Si de toda la sangre y de todo el dolor que Guzmán ha acumulado surge una obra de verdad, sincera y fuerte como La sombra del caudillo, celebremos que esta época de tristeza haya encontrado su pintor y su novelista.” A partir de esta frase fundacional, fue común que la crítica repitiera la idea de que Guzmán era el pintor y el novelista de la Revolución (lo mismo se dijo respecto de Mariano Azuelo y Los de abajo); en fin, quizá implícita e inconscientemente se quería responder a un reclamo común durante la década de 1920: la exigencia de que la grandeza histórica de la Revolución tuviera correspondencia en el arte. La magnífica versión de La sombra del caudillo elogiada por Salado Álvarez fue resultado de la depuración de las entregas periodísticas del texto, las cuales pueden servir como un eficaz y útil referente para distinguir las soluciones éticas y estéticas de Guzmán, con frecuencia opacadas por el simple reconocimiento de la realidad histórica ficcionalizada en la obra (además de la sucesión presidencial de 1927-1928, la situación política general de la revuelta encabezada por Adolfo de la Huerta en 1923). Mediante los sucesivos procesos de escritura de la novela, el autor delineó finalmente, en su argumento y en sus personajes, una narración de corte trágico, pero enraizada en las profundidades de la historia mexicana, con lo cual creó un clásico de nuestra literatura cuya legibilidad está vigente. |