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Inocencia
Asociada con la falta de responsabilidad en la comisión de un delito, con un estado ingenuo y candoroso, con una pureza temperamental, o con una cierta mirada que todavía no se ha dejado corromper por los desvaríos del mundo, la idea de inocencia se encuentra cerca del estado angélico (en tanto que esos espíritus puros, aunque mensajeros, no toleran ser ensuciados por las perturbaciones del pecado, infortunio que, paradójicamente, impulsa Luzbel, el ángel caído). Algo de eso se deduce en la lectura de Génesis 2, 25: “Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro.” Para efectos de la historia bíblica, Adán y Eva perdieron su inocencia en un santiamén, pues ya en Génesis 3, 5-7, ocurrió que la serpiente le dice a Eva: “Es que Dios sabe que el día que comiereis de él [del fruto del árbol que se encuentra en medio del jardín], se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.” Eva come del fruto y lo comparte con Adán, con lo que “se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos”. Así es que, para efectos bíblicos, la pérdida de la inocencia está relacionada con una trasgresión y un órgano: la desobediencia y los ojos.
La palabra inocente se deriva del latín innocens -entis, “el que no perjudica”, formada por nocere (“dañar”, “perjudicar”), precedida por el prefijo privativo in-. Por su etimología, inocente está vinculada con nocivo, que también procede de nocer > nocivus. Otra palabra que comparte la etimología de inocente y coincide con su significado primitivo es inocuo, del latín innocuus, “que no hace daño”.
Foto Anne Geddes |
Para Moliner, la acepción actual del adjetivo inocente es la de “un estado del alma libre de culpa”, que también se refiere a las personas “cándidas” y “sin malicia”. En su Diccionario, la autora también registra la acepción “inofensivo” y dice de ingenuo (palabra procedente del latín ingenuus) que se refiere a alguien “nacido en el país y, por ello, noble”. La condición candorosa del ingenuo parece explicarse por su falta de contacto con el mundo, por haber permanecido encerrado en el país sin la ilustración propia de los viajes.
Es fácil comprender por qué el estado de inocencia se asocia con la infancia; lo que resulta más tortuoso es hilvanar la “pérdida de la inocencia” con el “conocimiento sexual”, en lo cual el judeocristianismo ha puesto su impronta en el imaginario colectivo occidental, como si el fruto del árbol del paraíso sólo hubiera permitido ver la desnudez en el otro y no el discernimiento ético del bien y el mal. De hecho, los rituales relacionados con la separación entre el mundo infantil y el juvenil tienen que ver con la llegada de la pubertad, es decir, con la irrupción de las hormonas en el cuerpo de los niños, aunque la idea de que éstos son seres asexuados es cavernaria, pues resulta indudable que son sexuales y genitales desde su nacimiento.
Es cierto que, como tal, la inocencia no es una virtud que merezca una celebración particular dentro de los calendarios eclesiásticos, pero el 28 de diciembre se celebra el Día de los Santos Inocentes en los países católicos, en memoria de los recién nacidos que fueron degollados por orden de Herodes, cuya intención era la de matar a Jesús, según lo cuenta Mateo 2, 13-18: “Después que ellos [los magos] se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que te avise. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo'. Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, llanto y lamento grande: es Raquel que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, pues ya no existen.”
Según la importancia de Belén en el siglo I, la tasa de mortalidad infantil y la demografía calculadas, se considera que, de haber ocurrido lo relatado por Mateo, el número de niños muertos habría sido de alrededor de treinta, aunque fuentes romanas como Flavio Josefo no mencionan el incidente.
Misterio renovado: encontrar en los ojos de los niños nuestra propia inocencia perdida.
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