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Hugo Gutiérrez Vega
DE MONSTRUOS Y LETRAS (I DE III)
Me tomaré una serie de libertades para acercarme al tema de la monstruosidad y la literatura. Andaré por los caminos de los sueños, los demonios mayores, medianos y pequeños, los espíritus chocarreros, las abominaciones, las aberraciones (creatures en el genérico inglés), las ánimas del purgatorio, los jinetes sin cabeza, los ogros, duendes, elfos, silfos, hadas, brujas y bestias de todos los colores y sabores, formas y deformidades. Andaré, además, por los caminos del cine, de la cultura popular y del teatro. Les ruego que me perdonen todas estas libertades. Tal vez puedan enriquecer el tema y agregar otros aspectos sobre un género que, a mi entender, tiene muchos enfoques y está pintado del color indefinible del miedo.
Comienzo con un sueño recurrente de mi infancia. Se presentaba con tanta frecuencia que me daba miedo caer en los brazos del sueño o, mejor dicho, de una especie de duermevela de contornos imprecisos y de paisajes ocultos por una niebla persistente. Veía un puntito negro en la puerta de mi recamara. Avanzaba lentamente y, poco a poco, lograba ver sus rasgos. Cuando llegaba al borde de la cama, la figura estaba ya completamente formada: era una cabeza crecida en pelos y colmillos agrios. Se lanzaba contra mí y me devoraba sin piedad. En ese momento despertaba sudando, mientras la casa se movía con pasos leves hacia los prados de la madrugada. Un buen día descubrí el origen de mi pesadilla. Se trataba de un cuadro de la Virgen de la Luz, de León, Guanajuato. La Virgen aplastaba con su sandalia a la peluda cabeza del demonio mayor. Las fauces del monstruo se abrían y daban paso a una pareja desnuda que de la cama del pecado había pasado directamente a los apretados infiernos. Una parafernalia de llamas y de humo hacía más dramático el momento del castigo. Tal vez esta imagen sea una de las más eficaces estrategias de la Iglesia para consolidar su programa de represión sexual y de creación eficientísima de sentimientos de culpa. Mis pecados –era yo demasiado pequeño–, eran pequeños también, pero la imagen me había marcado con fuego el terror a los pecados de la carne y a los castigos que conllevan. Me confesaba para tratar de vencer la pesadilla. Mis ridículos pecados: malos pensamientos, tocamientos impuros, alguna puñetilla precoz... no más que eso. Nada daba resultado. Tuvieron que pasar muchos años para que el sueño remitiera. Ya para esos momentos pecaba alegremente y los sentimientos de culpa eran acallados por el todopoderoso deseo.
Recuerdo la excelente película de Víctor Erice, El espíritu de la Colmena y la presencia del monstruo del Doctor Frankenstein (era la secuencia del lago, las flores y la niña), en los sueños de la pequeña Ana Torrent en la casa del insomnio de su padre que escribía temas misteriosos mientras en las calles y en las otras casas reinaban el terror y el hambre de la postguerra. También mi infancia fue fascinada y aterrorizada por el pobre monstruo de Mary Shelley y su presencia en el cine en la gran película de James Whale. Pienso en Boris Karloff caminando con torpeza y emitiendo sonidos ininteligibles, y en su creador que quiso usurpar la exclusividad divina en materia de creación de seres vivos, especialmente los humanos dotados de razón y de pensamiento. Veo al monstruo envuelto en las llamas que eran lo que más temía, y recuerdo al padre de la niña muerta entrando al pueblo con el cadáver de su hija en los brazos. Como a la pequeña Ana Torrent, el monstruo me espantaba, pero también me provocaba una especie de extraña ternura.
(Continuará)
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