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El 7 de septiembre
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El 7 de septiembre
Aura Martínez
La situación tenía algo y mucho de vampírico, de aquello que no está muerto pero tampoco está vivo. Sin reflejo y sin dolor, La Secretaría se erigía como la entrada a un castillo de espejos; sin embargo, no había imagen que se reflejara.
Todo era un cuento romántico de ésos donde el clima nos da la pauta del sentimiento, afuera estaba nublado pero no llovía (aún). No había demasiado viento, ni demasiado frío, el ambiente estaba estancado... pesado... pesado.
Mi gripa preinvernal me tenía jorobada de tanto estornudar y ya con esa carita etérea entre rosa y amarilla que le viene a uno cuando se ha resignado. Entré casi sabiendo lo que pasaba. Subí al elevador, la débil luz de los leds (y eso que no hay dinero) daba, incluso al espacio transparente, algo de esa opacidad tradicional de los funerales.
Entrando a la unidad, el silencio. La incredulidad era una artritis muy leve que todos sufrían, sentados en “su” lugar, viendo sus computadoras. Tanto esfuerzo, tantos años...y que los niños, y que las mujeres, y que los oficios interminables y los eventos. Todo se va y con ello la vida, la confianza y las ganas de creer.
Atrás, muy acorde, primero la desesperanzada y aguardentosa voz de un tango que desconozco y luego... sonatas de Paganini. Aún así, sólo hay espacio para el silencio.
En un hueco en la ausencia, se oye al final de la oficina un “¡Así es la vida! pero bueno, ¿quién apoya el juevebes?” y la risa generalizada que rápido llega y (¡qué rápido!) se extingue, asfixiada por la densidad de ese miedo muerto que flota una vez sufrido el desengaño, la expropiación de ese espacio personal que tan a menudo nos acostumbramos a ocupar.
Paganini se desliza en las comisuras del silencio y Mecano se cuela en una mente renegada muy cercana a la puerta de salida: “El 7 de septiembre es...”.
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