Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Intermisiones
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
En este lugar sueño y amanecer
KATERINA ANGUELAKI-ROUK
Carta abierta a Jane Austen
RICARDO BADA
Vida y teatro
ESTELA LEÑERO FRANCO
Un inédito de Rimbaud
Nota de MARCO ANTONIO CAMPOS
Cruce de lenguas en el sur
ESTHER ANDRADI entrevista con GLORIA DÜNKLER
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Corporal
MANUEL STEPHENS
El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO
Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Verónica Murguía
El menú pretencioso
No cabe duda que los tiempos que corren conspiran para hacernos bolas: ya ni siquiera se puede ir a comer sin quedar hundido en un estado de confusión total, y no debido al alcohol consumido, sino a la lectura del menú. Por supuesto, no me refiero a los restaurantes clasemedieros que frecuento, sino a los sitios de moda, cuyo lema secreto es mientras más pretencioso, mejor.
Jorge Ibargüengoitia escribió en los años setenta un artículo titulado “Evolución del taco y la torta compuesta” en el que rastreaba las modas gastronómicas por sexenios: la torta de pavo en el de Miguel Alemán; la de pierna en la época de López Mateos y el taco al carbón en el sexenio de Echeverría. Según mis cálculos la nouvelle cuisine llegó a México con Zedillo; ahora estamos listos para entrar en el mundo de la cocina molecular, sólo que antes tenemos que cumplir con el ciclo que vivimos: el del menú alambicado.
Me consuela pensar que para internarse en el mundo de la cocina molecular hay que saber de química, pues no cualquiera puede usar nitrógeno líquido, una sustancia humeante que congela todo en segundos, en la preparación de una entrada. Los méritos de estas hazañas serán verdaderas sorpresas, no gatos revolcados como los de hoy en día.
Ojalá el restaurante se vuelva, también, más hospitalario y quiten a las recepcionistas con modales de emperatriz, quienes siempre preguntan: “¿A nombre de quién pongo la mesa?” Esta pregunta no se le hace a quienes reservan la mesa. Eso tendría lógica. Se le hace a todos los demás.
No he logrado averiguar la utilidad de dicho trámite: un conocido mío contestaba cada vez que le hacían la pregunta con el nombre civil del subcomandante Marcos, sin lograr jamás una reacción. Es decir, las señoritas en cuestión saben cómo mirarlo a uno de arriba abajo como si nos fueran a comprar para decorar sus casas, pero son incapaces de leer el periódico.
Luego llega el mesero y se presenta. Otro gesto inútil. No he visto a nadie que ordene llamando al mesero por su nombre, y que seamos unos igualados con un perfecto desconocido no garantiza que nos vaya a atender con mayor celeridad, o que nos tenga paciencia si nos demoramos con el café.
Lo mejor es el menú. En lugar de escribir “chile relleno de queso con caldillo de jitomate”, uno lee, “chile capeado relleno de quattro fromaggi, sobre espejo de salsa de jitomate”. Cuesta el triple y sabe igual. La “pieza de pollo con mole” es sustituida por “pechuga al perfume de salsa de chocolate con especias”. Si uno pregunta cuál es la guarnición, el mesero nos dirá que “cucharita de legumbres de temporada con aliño de la casa”. Es decir, verduras al vapor con aceite y vinagre. Todo en porciones diminutas y ultra decoradas, para que la clientela sienta que está en un local a la moda.
En un restaurante comí lomo “a la reducción de Boing de guayaba”, y me temo que la descripción no llevaba ni una pizca de ironía. Cuando yo era niña el lomo a la Coca Cola estuvo muy de moda, pero nadie presumió jamás ese sabroso y simplón hallazgo, porque, la verdad, no tiene chiste.
En ese mismo lugar probé una crème de nuez, lograda con el recurso ancestral de licuar una lata chica de leche condensada con un puñado de nueces peladas. La crème estaba cubierta de, ojo, caviar de cajeta. Hasta donde yo sé, la cajeta es un postre de leche que ni nace, ni se reproduce. ¿Qué era ese caviar? Unas bolitas como de tapioca, con una salsita hecha con cajeta aguada.
El pastel de chocolate era una “decadencia de chocolate con berries ” así, en inglés, y también había “Brisa de coco sobre crujiente de manzana”. Todo me dio risa, hasta que llegó la cuenta.
La torta no se salva. Si las “tortas de Armando” que Jorge Ibargüengoitia analizó incluían veinticinco elementos, ahora hay unas en las que el tortero o más bien el dueño despliega su capacidad para mezclar ingredientes dispares, con resultados ídem. Mi favorita por visionuda, distribuida por una tortería que lleva la comida a domicilio, corresponde a esta descripción: “pechuga de pavo ahumado, roast beef, queso gruyère y un toque de queso roquefort”. Afirmar que esta mezcolanza es poco ortodoxa es quedarse corto. No hay manera de distinguir un sabor de otro y, al final, todo sabe igual. ¿A qué? No sé.
Esto es, me temo, un reflejo del estado del país. Pero la mezcla de roast beef con pavo es sólo confusa, mientras que la mezcla de pan con pri es puro veneno.
|