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Vida y teatro
Estela Leñero Franco
El teatro de Víctor Hugo Rascón Banda siempre estuvo ligado a su experiencia de vida. Desde joven dejó su lugar natal y no quiso alejarse nunca de él. Sus historias tenían que ver con aquellas que escuchaba desde pequeño, y que se le quedaron grabadas en
la mente y en el corazón. Mientras su padre se dedicaba a trabajar en la mina de Las Ánimas, él escuchaba a su madre, a sus familiares y amigas, contar historias de mujeres. A veces no entendía de lo que hablaban, pero después las volvió obras de teatro. Como la historia de dos mujeres que encontraron enterradas juntas y que le inspiraron para escribir su primera obra Voces en el umbral.
Sus obras de teatro nunca fueron festivas, sino trágicas, tratando de rescatar las voces que nuestra sociedad ha querido callar. Así escribe sobre mujeres a quienes la vida les ha cobrado caro sus actos; como La Fiera del Ajusco (Elvira Luz Cruz) y Tina Modotti; o víctimas de la justicia, como La mujer que cayó del cielo; o las de su obra Contrabando, cuyo último montaje lo dirigió Mauricio Jiménez en Acapulco; o las del Hotel Juárez, que se refiere a los feminicidios de esa ciudad; o De sazón, que parte de las recetas de cocina de una amiga del norte para contar la historias de mujeres.
Víctor Hugo recurre a sus orígenes para no olvidar de dónde viene, con quién creció y quiénes le dieron la vida. Y en este acto de gratitud recuerda y quiere que lo recuerden; no le habría gustado pasar por esta vida desapercibido. Y lo logró, porque Víctor Hugo no pasa a la historia del teatro como incógnito, sino que el reconocimiento, tanto por su trabajo como dramaturgo como por su apoyo a la dramaturgia mexicana, se vio reflejado en la antesala de su salto a la otra vida, porque él lo creía así: llena de flores, llena de amigos, de familia carnal y fraternal que lloraba su ausencia, que sabía que seguiría siempre vivo en nuestra memoria.
Desde que Víctor Hugo tenía tres años, su casa estuvo llena de hombres acusados de homicidio, robo o adulterio. Le caló hasta el fondo el trabajo que sus padres desempeñaban en el Ministerio Público, investigando asesinatos, muertes y venganzas. Los veía como aquellos jueces que deciden el destino de los inculpados y se quedaba admirado por el poder que ejercían sobre el destino de esas personas.
Entonces decidió estudiar derecho y se convirtió en abogado para él también hacer justicia. Los azares del destino lo llevaron al teatro (como aquellos azares que dejaron de existir en su pueblo natal y que siempre añoró). Combinó el teatro con la abogacía y, al principio, cuando todavía no sabía que iba a ser dramaturgo, escribía obras teatrales para las clases de derecho con su grupo Nolens Volens.
Como él mismo decía, le pareció que el teatro tenía la estructura exacta de un juicio, donde existe una demanda y una contrademanda, que no es más que la acción del protagonista y la reacción del antagonista. El dramaturgo es entonces el juez que, al final de la obra, decide la sentencia y da a cada quien lo que le corresponde.
Víctor Hugo aprendió de su madre su impresionante intuición para distinguir entre culpables e inocentes. Sin embargo, él siempre escogió casos en donde pudiera defender a los desprotegidos, a los que la ley nunca da la razón (y más en este sexenio donde día a día comprobamos que la ley sólo sirve a los intereses de los poderosos, por lo que las cárceles están llenas de gente sin recursos). Y en muchas de sus obras hace justicia y denuncia basándose en casos reales, como Homicidio calificado.
Víctor Hugo se adentra en ese mundo lleno de violencia del que fue testigo, porque su madre hospedaba en su casa a los delincuentes mientras resolvían su caso, y a él y a su hermano los mandaba a llevarles comida y cobijas. ¿Cuántas cosas no habrá oído que surgían a borbotes cuando escribía? Porque escribía de un tirón, sin detenerse, como si le tomaran la mano sus voces interiores y sólo fuera un intermediario que deja hacer. De ahí salieron obras como Armas blancas, Fugitivos, Guerrero negro o El machete.
Víctor Hugo hace honor a aquella frase que tenía grabada en su mente, “infancia es destino”, y qué mejor que su vida para hacérnoslo notar. Aunque desde niño se fue de Uruachi, se lo llevó cargando en su equipaje, como en aquella maleta azul metálica con la que lo mandaron a estudiar la secundaria a Chihuahua. Ahí aprendió de sus maestros, que tenían una ideología de avanzada, y se inspiró para escribir La maestra Teresa o El baile de los montañeses, que prohibieron montar allá por tratarse de un guerrillero.
Víctor Hugo siempre quiso regresar a aquel pueblo minero localizado en una barranca formada por dos arroyos y limitada con sauces y álamos. Pero el teatro, o sus compromisos de viaje, no se lo permitieron. Al entrar a trabajar a un banco, lo ataron de pies y manos y lo arraigaron a esta ciudad formada de edificios, saturada de smog, pero eso sí, llena de teatro.
Se mantuvo al pie del cañón en el banco, impregnado por la disciplina y el deber ser del que tanto se lamentó, pero también por su generosidad para apoyar a su familia y sobrevivir en esta jungla de cemento donde del teatro no se vive. Y siguió escribiendo de lo que recordaba y de lo que vivía en su entorno. Utilizó los conocimientos que le daba su empleo para escribir Manos arriba, La banca y hasta Los ejecutivos. Sus jornadas de trabajo eran larguísimas, pero él nunca se cansaba. Se quería comer el mudo, trascender, demostrarle a todos que no era aquel niño miope incapaz de jinetear o bajar a las minas. Su padre no desistía de encontrar vetas de oro y de él heredó la esperanza y nunca darse por vencido.
Le aprendió a levantarse temprano, a tener energía para el trabajo, a mantenerse joven por dentro y también a hablar mucho, mucho. Y así se enfrentó con la muerte y con la vida, sin descanso.
En el teatro de Víctor Hugo hay muchas historias de mujeres; mujeres que, como dice la actriz y directora costarricense María Bonilla, son mujeres extranjeras con las que nos identificamos, porque llevamos en nosotras mismas la marca del exilio.
Estuvimos juntos en el taller de Vicente Leñero por más de una década y seguí conociendo sus obras, admirando la forma de arreglárselas para estrenarlas. Él me impulsó a escribir mi primera obra de teatro. Y sé que fue un estímulo no sólo para mí, sino para muchos de nosotros. Yo asistía al taller en el estudio de mi padre, mientras escribía mi tesis de antropología social, hasta que Víctor Hugo y Chucho González Dávila me dieron un ultimátum: si escuchas y opinas sobre nuestras obras, nosotros también queremos criticar las tuyas. Y así, aterrorizada, fue como aprendí a escribir teatro. Aunque los del taller iban una generación arriba, me adoptaron, por lo cual les estaré siempre agradecida.
Fotos: Yazmín Ortega/ archivo La Jornada |
En el taller, Víctor Hugo leyó gran parte de las obras que se han llevado a los escenarios, aunque él no solía corregir sus textos. Entre ellas se encuentran Alucinada, Cierren las puertas, El edificio, Playa azul y hasta Máscara contra cabellera.
Igual que a Frida Kahlo, un accidente le cambió la vida; a Víctor Hugo una cadena de enfermedades lo marcaron. Y como su teatro está pegado a su vida, sus escritos dieron un vuelco. Las obras que hizo en el hospital dejaron de hablar de lo que recordaba o de lo que atrapaba del exterior. Miró hacia adentro de sí mismo y desde ahí escribió. Sus obras se volvieron más íntimas, más personales, como
Apaches, obra lírica de gran aliento sobre la tragedia de Victorio, el apache que defendió su raza frente a los invasores. A él también le decían Victorio, porque de niño bailaba y cantaba: “Yo soy el indio Victorio que de la sierra bajó.”
También escribió Ahora y en la hora, obra dolorosa sobre el mundo aséptico del hospital, donde se enfrenta a la muerte, y que fue llevada a escena por Luis de Tavira en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz en la UNAM. Y escribió Deseo, la primera obra donde trata el tema de la pareja, el sexo, el amor y el desamor, protagonizada años después por Víctor Carpinteiro y Ofelia Medina, quien soñó, desde joven, dar vida a una de las mujeres de Voces en el umbral.
De ahí en adelante, Víctor Hugo nos habló desde más de dentro y, aunque escondía sus sentimientos y le sonreía a la vida, sabíamos por lo que estaba pasando. Pero la cuerda se rompió y el dio un salto al infinito. Sus obras y su vida siguen aquí, en el teatro, con los de teatro, con los espectadores que vieron y verán su mundo interior y circundante a través de sus personajes, múltiples Víctor Hugo, desdoblados, fragmentados, escondiendo aquello que su persona nunca nos dejó ver.
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