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Ana García Bergua
Hablar en lenguas
Me recuerdo de cinco o seis años. Me recuerdo pretendiendo cantar “Yesterday”, la canción de los Beatles, en el patio del colegio. Eso no tiene nada de particular. Lo sorprendente es la aparición de mis primos recién llegados de España, frente a mí, escribiendo con gran interés la letra de la canción, que yo les voy dictando, en unas libretas rayadas de forma italiana. La verdad, ninguno de nosotros sabía inglés, menos a esas edades. Así que siempre me he preguntado qué les dicté y, sobre todo, qué escribieron: es todo un misterio. Quizá entre todos inventamos la versión de “Yesterday” en lengua angelical, pues me temo que el único estribillo de los Beatles que podíamos repetir sin equivocarnos a esas edades era “obladí obladá”.
Hablar en lenguas que no sean la propia es algo que, por lo común, se encuentra entre los extremos de la vergüenza o la petulancia. Nos sentimos raros cuando nuestros amigos nos escuchan hablar en inglés o en francés, ya sea por necesidad, ya sea por gusto. Uno se siente como un impostor, o como alguien que, de repente, se empeña en lucir un exótico penacho en medio de una junta vecinal. Será que pervive, desde la infancia, el embarazo de cuando le pedían a uno en una reunión que cantara una canción o recitara una poesía. Enseña uno sus facetas, vamos. Sin embargo, también, cuando escuchamos a un amigo hablar otro idioma con perfección, nos sorprende como si diera un virtuoso paso de mambo, o como si se pusiera a cantar un aria: son virtudes del cuerpo que adopta con naturalidad otras músicas. Los escritores que escriben o leen en otras lenguas parecen viajar a los libros desde otra parte, o también convertirse en otros distintos de aquellos a quienes su lengua los destinaba. Una de las facetas más sorprendentes de Borges es la naturalidad con que se movía entre el inglés, el islandés, el alemán, el castellano: a este último parecía regresar con tesoros, no sólo por sus espléndidas traducciones, sino por la rica sutileza del castellano con que las escribía: por ello, su traducción de La metamorfosis, de Kafka, es hasta ahora inmejorable. Hay escritores que definitivamente adoptan otra lengua, como Joseph Conrad que, proveniente del polaco, se guareció bajo el inglés. Entre nosotros, Fabio Morábito eligió el español, cuando su lengua original era el italiano: su español tiene una música particular que incluso lo mejora. La lengua que elegimos o que nos elige es algo muy misterioso, tanto como la razón por la que cada cultura, al construir su lengua día a día, adopta unos sonidos y rechaza otros: chasquidos, gargarismos, óes y áes que para los habitantes de otras regiones del mundo resultan imposibles de pronunciar, extranjerías que lo son desde la garganta o afinidades que surgen, de repente, de alguna caja de resonancia corporal.
En todo caso, hablar otras lenguas siempre tendrá algo de sorprendente, por eso sus connotaciones metafísicas o religiosas: lenguas dictadas por el más oscuro de los malos –permítaseme notar que el presente número de nuestro suplemento es el 666– o por los mismísimos ángeles, se dice, cuando la gente se tira al piso en ciertos rituales y hace sonidos extraños, a los que se llama “hablar en lenguas”.
Cuando una lengua se empeña en reinar sobre otras, surgen también los comportamientos tontos de quienes hablan idiomas. Es el otro extremo, en el que se encuentran quienes no pierden oportunidad de lucir su pronunciación, a menudo desagradable, del inglés. Entre ellos existen locutores especialmente intolerables. Si tienen que anunciar, por ejemplo, una exposición en el World Trade Center, dicen “World Trade Center” con voz cavernosa y como si les hubiesen puesto una canica en la boca, como hacía el profesor Higgins con Eliza Dolittle en My Fair Lady, pero una canica enorme, como pelota de tenis. Qué necesidad, se pregunta uno, nadie les exige pronunciar con tal exageración, pero quizá necesitan dejar bien claro que son distintos al resto sólo porque hablan inglés –qué tan bien, es otra cosa. El otro día un señor en la radio decía que estudió en Harvard. Decía “Jrvrd” con si la lengua se le hubiera quedado enrollada bajo el paladar (era la modalidad lengua-canica). Cada palabrita en inglés que saltaba a la conversación –una conversación cuyo tema he olvidado, creo que era sobre cirugía plástica– el hombre y la mujer que lo entrevistaba masticaban “Jrvrd” o “Conericot”, hablando un español horrible, eso sí. Igualito a los chinos que quieren que todo mundo diga “Beiying”.
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