Cierta vez en Londres salí a dar un paseo
por el Parque Hyde, donde la gente habla
de toda clase de dioses: va con su punto de vista
y lo imparte a quienquiera que vaya pasando.
Uno en una plataforma les hablaba a las personas
del dios de la tv y del dolor que ocasiona.
“Esa luz tan fuerte, decía, perjudica la pupila;
Si nunca la has mirado, considérate bendito.”
Yo me fui acercando, me puse de puntillas;
dos sujetos frente a mí llegaban a los golpes.
El hombre algo decía sobre los niños de pecho
inmolados a la tele al son de cantos de cuna.
“Las últimas noticias se transmiten todo el día,
todos los últimos chismes, las últimas melodías.
tu mente es tu templo, manténla bella y libre,
evita que ponga ahí un huevo algo que no puedes ver.”
“¡Reza por la paz!”, decía; lo sentías en el gentío.
Mi atención se distraía, pero su voz resonaba:
“Destruirá tu familia, se acabó tu hogar feliz;
una vez que la prendiste, ya no tienes protección.”
“Te llevará a embarcarte en empresas extrañas,
te llevará a la tierra de los frutos prohibidos,
revolverá tu cabeza y arrastrará tu cerebro.
A veces, igual que Elvis, hay que apagarla de un tiro.”
“Todo está planeado, decía, para que pierdas la razón
y cuando en su busca vayas, ni su rastro encuentres ya.
Cada vez que la miras, se agrava tu situación;
si te sientes poseído, manda por la enfermera.”
El gentío se amotinó y agarraron a ese hombre,
hubo tumulto, empujones, y todo el mundo corría.
Las cámaras vinieron, me pasaron por encima;
esa misma noche, yo en la tele lo veía.
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