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Narco TV
Hace algún tiempo veíamos en los noticieros que una de las grandes preocupaciones era que se nos "colombianizara" México. La realidad cruda, imparable y violenta de cada día obsequia sobrada razón a esos augurios. Buena parte de la información en la televisión, aun en aquellos timoratos informativos de TV Azteca que como se suponen "para jóvenes" privilegian informar acerca de la pizza más grande cocinada en Nueva York que dar cuenta de los catorce ejecutados de ayer, son vitrina cotidiana para las brutales manifestaciones del crimen organizado en la vía publica. Son cosa pavorosamente común los mensajes que los grupos de asesinos y narcos se envían mutuamente en forma de escritos engrapados al cuerpo de sus respectivas víctimas, mensajes garabateados con sangre que van y vienen de un cubil al otro utilizando a los medios, principalmente a la televisión, siempre sedienta de amarillismo porque el morbo vende, como sus correveidiles.
La relación del crimen organizado con la televisión, esa torcida manera de usarla los cabecillas de las organizaciones criminales para cucharear sus egos desmedidos, no es nueva. Parecería cosa de machismo que a todo narco, a todo jefe de jefes, a todo sicario le resultará atractivo en algún momento –aun si ello representa muchas veces filtrar información sobre su paradero o su responsabilidad en un determinado hecho delictivo– que se hable de él en la tele. En el narco no se persigue solamente dinero, poder, mujeres
también se persigue la fama. Allí, por ejemplo, los narcocorridos por encargo, aunque cantarlos en un palenque sea la más estúpida manera de mangarse la propia condena letal. El narcotráfico como fenómeno contracultural generador de su propio género musical ha encontrado en la televisión el cauce masivo que lleve sus mensajes, su parafernalia, su retorcida idiosincrasia a un gran público siempre ávido de héroes aunque éstos sean antagónicos al campeador: sociópatas capaces de no sólo trastocar sino demoler a balazos, con granadas de fragmentación y decapitaciones, lo que considerábamos hasta hace poco nuestro muy peculiar y permisivo orden público.
Un famoso narcotraficante asesinado en Guadalajara a fines de 1991, Manuel Salcido Zazueta, El Cochiloco, se jactaba de las riadas de dinero que acostumbraba pagar a personajes de la televisión para ser mencionado en sus espacios informativos. Eran los tiempos todavía frescos de la captura de Miguel Caro Quintero, de la jefatura casi indiscutible de la vieja guardia mafiosa, la que mantenía –y cumplía– un presunto pacto de no agresión con el gobierno mexicano. De ese pacto se desprendía un férreo control sobre el mercado interno: casi no había venta de enervantes –excepto mariguana– en territorio nacional, de modo que prácticamente eran inexistentes las hoy tan populares narcotienditas. Pero cuentan las malas lenguas que ya Carlos Salinas de Gortari negociaba como secretario de Programación y Presupuesto con Estados Unidos y sus alecuijes financieros la entrada de México al Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), cuña estratégica de la avanzada neoliberal que nos engulliría, y una de las condiciones era supeditar las policías mexicanas a los dictados de la "guerra antidrogas" de los gringos. Posiblemente allí empezó el cocimiento de nuestra debacle actual. Rotos los pactos, iniciada la persecución que siempre fue discrecional y cargada a favor de un grupo de narcos y en perjuicio de otro porque la esencial naturaleza de la policía mexicana es la corrupción como sustento, los mandos medios de la estructura criminal se desbocaron y crearon el mercado interno por el que hoy se matan, y se enriquecieron el doble, corrompiendo el triple y asesinando el quíntuple.
Claro que nadie lo dice, o casi nadie lo ha dicho, pero también es real y tangible la presencia del narco en el ámbito mismo de la televisión. Es secreto a voces (en esto la farándula gringa es más sincera, más dada a los actos de pública contrición, a aceptar sus adicciones y hacer de ello, claro, parte del showbizz, el redituable negocio que resulta de enseñar los calzones palomeados) que en el ambiente "del espectáculo", como dicen los entendidos, abundan las drogas. ¿O ya se nos olvidó la razón y circunstancia, la histeria, las cortinas de humo tendidas alrededor de la muerte de Paco Stanley?
A veces da uno en malpensar que, sin narco en la tele, este sería un país de lo más aburrido
o de lo más pendiente de los dislates de su gobierno.
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