México D.F. Sábado 13 de noviembre de 2004
En "funeral a la carta" en El Cairo, las fuerzas
de seguridad alejaron al pueblo
Hasta en la muerte, reyes y gobernantes árabes
temen a Arafat: caudillo druso Walid Jumblatt
La policía y miles de gendarmes, mudos testigos
juntos con los dignatarios de siempre
ROBERT FISK THE INDEPENDENT
El Cairo, 12 de noviembre. En Heliópolis,
el camino al aeropuerto de El Cairo está bordeado por palmeras,
villas y gruesos macizos de flores. Este sábado estaba flanqueado
también por casi toda la policía egipcia, miles y miles de
gendarmes uniformados, en absoluto silencio.
Y fue en este escenario donde se escuchó el sonido
de cascos de caballos. La mayoría de los periodistas estaba al fondo
de la calzada, frente a la mezquita, pero de pronto se abrió una
gran reja de hierro enfrente de mí y seis caballos árabes
oscuros irrumpieron con suavidad en el camino.
Todavía reinaba el silencio, excepto por el "clip,
clop" de sus pisadas y, cuando volví la cabeza, vi que detrás
de ellos venía un carruaje que transportaba en la parte trasera
un ornamentado cañón de balas de seis libras y, encima, una
pequeña caja rectangular. Vi la bandera que llevaba atada: la ro-ja,
verde y blanca de "Palestina".
Sólo entonces los pocos que estábamos en
esa parte de la calle captamos la realidad. El estaba allí dentro:
Yasser Arafat, el "señor Palestina", estaba en la cajita.
El cortejo se detuvo en la calle, otra vez en completo
silencio, como un tren de va-por que arriba a una estación de la
campiña sin que nadie lo note.
Los caballos miraban los árboles, los jinetes les
acariciaban las crines, y el féretro diminuto se balanceaba con
el movimiento de los animales. En las cuatro esquinas del transporte del
arma había obeliscos dorados inscritos con jeroglíficos y,
tres metros atrás, dos soldados egipcios, cada uno con una pesada
charola con medallas.
Nadie
se atrevió a preguntar qué extinto Estado europeo había
concedido esas insignias de valor al hombre de la caja, pero se conmemoró
su Premio Nobel de la Paz y había aire de dignidad en la ceremonia.
Después de todo, se trataba del funeral que Yasser Arafat hubiera
querido en Jerusalén, que Ariel Sharon no le permitió tener.
Sin embargo, pasados algunos minutos los caballos empezaron
a chocar los cascos en el pavimento, con impaciencia e irritación.
La burocracia egipcia es una experiencia dolorosa, inclusive para los animales.
Pero los grandes y los buenos no habían acabado de orar.
Las citas del Corán que pronunciaba el jeque Tantawi
resonaban entre los árboles -apenas podíamos ver el pabellón
funeral detrás de la barda del Gala's Club-, mientras las azoteas
de los edificios vecinos hervían de francotiradores egipcios.
Arafat se enorgullecía de ser hombre del pueblo,
pero no había "pueblo" aquí, ni masas que lloraran, ni un
solo civil de una nación que ha sacrificado más vidas por
"Palestina" que ningún otro Estado árabe.
El funeral del pueblo vendría más tarde,
en Ramallah, pero en El Cairo fue como si Arafat fuera tan peligroso en
la muerte co-mo lo fue en vida, un íncubo, un germen que había
que sellar dentro de la cajita y enviar por carga aérea al caos
de Ramallah lo antes posible, no fuera a contaminar el cuerpo político
del mundo árabe.
Y así, en este silencio sepulcral, la naturaleza
siguió su curso. Dentro de la caja, sin duda, las hirsutas y heladas
facciones de Arafat miraban la tapa oscurecida.
Afuera, tres metros frente a él, el segundo caballo
de la hilera derecha del cortejo trastabilló sobre sus huellas y
cayó con pe-sadez al suelo, resoplando, en tanto su jinete militar
egipcio trataba de zafarse de la silla. La bestia trató de incorporarse
pero las espuelas se le resbalaron en el pavimento y tropezó con
las riendas.
Otro caballo vomitó y dos más orinaron sobre
el pavimento justo cuando los príncipes y presidentes del mundo
árabe se acercaban. El soldado se inclinó en la calle con
una escoba, barriendo desesperadamente el flujo de orines para que no fuera
a ensuciar las botas presidenciales.
Un ejército de 200 agentes del servicio secreto
egipcio, de traje, corbata y zapatos grises, marchó por la avenida,
pasó a los marineros, los oficiales de la fuerza aérea y
los paracaidistas y tomó posiciones afuera de otra puerta, por la
cual salió una falange de dictadores árabes.
No digamos que se les veía la sangre en las manos.
No hablemos de policías secretos o cámaras de tortura secretas
-no nada más porque el propio Arafat mantuviera 11 cuerpos de seguridad-,
pues se supone que eran hombres honorables, abatidos por la muerte de un
amado camarada revolucionario. No es de extrañar que hubiera una
distancia de cien metros entre el cortejo y los dolientes.
Allí estaba el presidente de Egipto, Hos-ni Mubarak,
en primera fila, un poco tembloroso, escondido detrás de sus anteojos
oscuros. Y a su izquierda el presidente Ben Ali, de Túnez, ese epítome
de la democracia y valiente campeón de los derechos hu-manos, así
como Bouteflika, de Argelia, cuyo ejército aún está
impune de las atrocidades en que se vio implicado con los islamitas después
de 1992.
El rey Abdullah de Jordania, el Valiente Reyezuelo Mark
II -el ejército de cuyo pa-dre masacró a tantos guerrilleros
de Arafat en el septiembre negro-, marchaba en su kuffiyah
roja y blanca, a la derecha del príncipe heredero Abdullah de Arabia
Saudita, cuyo reino cercena más cabezas por año que los secuestradores
de Bagdad. Oh, có-mo honraron a Yasser Arafat. Cuánto deben
de haberlo admirado.
Más tarde un automóvil cruzó entre
los agentes secretos, llevando a Suha Arafat, de velo negro, y a su hija
Zahwa, de 10 años, quienes lloraron inconsolables durante todo el
tórrido funeral.
Todos los sospechosos usuales estaban reunidos allí:
ex primeros ministros de Lí-bano y el descolorido líder de
Yemen, el ministro francés del Exterior y el canciller Jack Straw,
de Gran Bretaña.
También Walid Jumblatt, caudillo druso libanés
y el más prominente nihilista de Medio Oriente, quien estuvo con
Arafat en Beirut, durante el sitio israelí de 1982, y fue de los
pocos dolientes que se negaron a po-nerse corbata negra."Es un funeral
a la car-ta", exclamó. "Hasta en la muerte le tienen miedo a Arafat,
¡hasta en El Cairo!" Y, por supuesto, tenía razón.
Kamal Kharrazi, primer ministro iraní -sobra decir
que tampoco llevaba corbata-, murmuraba: "Si hubiera habido un funeral
popular para Arafat, habría movilizado a los palestinos en favor
de su causa". Eso vendría después, en Ramallah.
Pero este sábado, en Egipto, el pueblo, esas masas
árabes inmortales que votaron por Mubarak y Ben Ali con ese entusiasta
97 por ciento, no tenían lugar aquí.
Fue una dirección de escena que hasta George Bush
junior hubiera entendido. Cuando Bush fue a Londres, no vio manifestaciones
de protesta. Cuando fue llevado muerto a Egipto, Arafat fue mantenido lejos
del pueblo, en una caja cerrada.
Para el viaje de regreso al aeropuerto le pedí
aventón a un chofer funerario egipcio -"Feluce, feluce"
(dinero, dinero), me exigió cuando subí a bordo-, y un viejo
helicóptero de sucio fuselaje y bandera egipcia al costado pasó
traqueteando sobre nosotros en el frío aire de noviembre.
Llevaba en la panza la urna de Arafat. Por fin los líderes
árabes se deshacían de él. El viejo se iba
a casa, rumbo a "Palestina". Y, a juzgar por su legado, será mejor
que mantengamos esas comillas en el nombre.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Desfile de personajes políticos en la ceremonia egipcia
Líderes políticos de todo el mundo y amigos personales de Yasser Arafat asistieron al funeral en El Cairo, Egipto. La ceremonia fue encabezada por el jeque Mohammed Tantawi, líder supremo del famoso Instituto Islámico Al Azhar. El presidente egipcio, Hosni Mubarak, estuvo acompañado de lí-deres árabes y palestinos, entre ellos el go-bernante de facto de Arabia Saudita, príncipe Abdullah, heredero de la corona, y el presidente de Siria, Bashar Assad.
La viuda de Arafat, Suha, quien estuvo separada de él durante los últimos años de su vida, observó la procesión desde un auto negro junto con su hija Zahwa, de nueve años. Luego, en el aeropuerto egipcio, Su-ha y Zahwa presenciaron los honores militares en memoria de Arafat, antes que su cuerpo fuera trasladado a Ramallah.
Estados Unidos envió al secretario ad-junto Williams Burns, funcionario de se-gunda línea del Departamento de Estado. Asimismo, estuvieron presentes presidentes, diplomáticos, políticos y funcionarios de todo el mundo, como Thabo Mbeki, presidente de Sudáfrica; Jack Straw, ministro de Exteriores británico; Hubert Gorbach, vicecanciller y ministro de Transportes de Austria; Boris Gyzlov, presidente de la Cámara baja del Parlamento ruso, entre otros.
La ceremonia realizada en Ramallah, Cisjordania, no tuvo alfombra roja, tribuna de personajes o himno nacional, sólo disparos de Kalashnikovs y oraciones. Nada fue ordinario ni oficial durante el entierro de Arafat en la Mukata, y estuvieron presentes el primer ministro palestino, Ahmed Qureia; Rawhi Fatuh, presidente interino de la ANP, y miembros de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa.
Mientras, el secretario de Estado, Colin Powell, rechazó en Washington las afirmaciones de que su gobierno desairó al extinto líder palestino al no enviar a las principales jerarquías diplomáticas a su funeral. "Creo que estuvimos adecuadamente re-presentados (...) Burns no fue un enviado de bajo nivel", afirmó. REUTERS Y AFP
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