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México D.F. Sábado 13 de noviembre de 2004

Gonzalo Martínez Corbalá

Palestina, Arafat y la paz

En la madrugada del jueves 11, ante algunos grupos de palestinos reunidos en las afueras de la Mukata, Tayeb Abdel Rahim, secretario general de la presidencia de la Organización para la Liberación de Palestina, confirmó el fallecimiento de Yasser Arafat a los 75 años, quien fue el símbolo de la revolución palestina por más de cuatro décadas, a las 3:30 tiempo de París, después de una larga agonía.

Rahim dijo que Arafat "plantó las semillas de esperanza para su pueblo", y que "nosotros lloramos con nuestro pueblo, con la nación árabe, con la humanidad entera", lo cual no fue enteramente cierto, pues del otro lado del muro de Cisjordania, el otro pueblo, por lo menos los seguidores de Ariel Sharon, no lo lamentó. Los soldados bajo las órdenes del primer ministro israelí mantuvieron en la Mukata de Ramallah al líder palestino literalmente confinado durante aproximadamente tres años, en esas construcciones que fueron algún tiempo el cuartel general palestino, antes de que fueran destruidas por la maquinaria y los tanques del ejército de Israel.

Hubo quienes lo veneraron como el padre, el líder y el símbolo de la lucha de su pueblo por la libertad y la independencia. Por construir el Estado palestino y dar un territorio que los palestinos han reclamado desde mediados del siglo pasado, ocupado por Israel después del acuerdo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con el apoyo del presidente de Estados Unidos Harry S. Truman.

No le faltaba razón a Jibril Rajoub, asesor de seguridad nacional palestino, cuando afirmó: "la era de Arafat se acabó. Pero la lealtad y el compromiso con su marcha, conectada con la construcción del Estado y el final de la ocupación, son responsabilidad de cada palestino". Así es como sin duda será interpretada la lucha que sigue para el pueblo palestino, después de la muerte de Arafat, de la misma manera que del otro lado Ariel Sharon planteó cuál habrá de ser la interpretación del gobierno israelí, desde el momento mismo que impidió que se sepultara el cadáver del líder de la OLP en Jerusalén, argumentando que podría ser motivo de actos terroristas, de los cuales él siempre responsabilizó a Yasser Arafat, a pesar de que en 1994 recibió el Premio Nobel de la Paz. En Israel se le considera, por el contrario, como terrorista y obstáculo para la paz.

Es difícil pensar que la muerte de Arafat pudiera contribuir a que se establezca la paz, a pesar de lo que algunos de sus líderes han declarado, como es el caso del propio Jibril Rajoub, quien afirmó a la televisora Al Jazeera: "la fase que sigue debe ser de instituciones y leyes, trabajando mediante las instituciones existentes, bien sea que fueran fuertes o no". Uno quisiera que así fuera y que de una vez por todas se lograra una paz duradera en Medio Oriente entre árabes y judíos, para que de esta manera desaparezca esta espina irritante que constituye el conflicto israelí-palestino, el cual divide a las naciones de todo el mundo y muy especialmente a las potencias de la OTAN, en una militancia forzosa y absurda a la que, la mayoría de las veces, forzadamente todos los países miembros de Naciones Unidas se ven obligados a tomar posición activa, como es el caso de México.

Según parece, el sucesor de Arafat será Mahmoud Abbas, secretario general de la OLP, a quien se le conoce como Abu Mazen, y Ahmed Qureia, primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina, conocido como Abu Ala, continuará en el mismo puesto, pero con mayores facultades. Ellos pueden ser considerados como miembros moderados del grupo del gobierno más cercano a Arafat. El llamado de Jibril Rajoub podría ser escuchado por ellos.

Hemos visto en la televisión escenas en las que se han rendido muchos homenajes a Yasser Arafat después de su muerte. Varios jefes de Estado concurrieron en París para darle el último adiós. Se recordó también en los noticiarios el momento en que firma un acuerdo con el primer ministro de Israel, Yitzak Rabin, ante el presidente estadunidense Bill Clinton, en los jardines de la Casa Blanca, aunque es difícil imaginar una escena semejante en la actualidad, pero no por ello dejaremos de hacer votos porque se dé el caso en el próximo periodo presidencial de George W. Bush. Y aunque esto le costó la vida al primer ministro israelí y los riesgos son muy grandes -como quedó demostrado desgraciadamente-, a quien le corresponda intentarlo se le reconocería un gran mérito y desearía mejor suerte, y sin duda se harían los mandatarios de ambos lados merecedores al Premio Nobel de la Paz, en mucho mayor grado que alguno de ellos que la recibió sin merecerla, por la guerra en Camboya, me parece.

Aunque parezca absurdo o imposible, es precisamente en estos momentos que -después de Afganistán e Irak- se hace indispensable renovar los esfuerzos por sentar las bases para la paz mundial, pues la otra alternativa es el camino a la destrucción total de la humanidad, que la unipolaridad del poder mundial no puede garantizar que no sea factible. Lo saben bien los pueblos de Palestina e Israel.

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