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México D.F. Lunes 21 de junio de 2004

Carlos Fazio

La marcha del 27

Lorenzo Servitje, fundador del Grupo Bimbo, es uno de los promotores de la marcha contra la inseguridad pública prevista para el 27 de junio. Hace poco lamentó la ausencia del Estado de derecho en México y dijo que, en muchos aspectos, vivimos "en una jungla, en una verdadera anarquía". Dirigentes del Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) han dicho que están "hartos" de la inseguridad. La megamarcha cuenta, además, con el apoyo del Partido Acción Nacional, del cardenal Norberto Rivera y grupos de la ultraderecha católica, y forma parte de la "agenda" de Televisa y otros líderes de opinión de los medios masivos.

La inseguridad existe en todo el país. Aunque no hay estadísticas confiables, es un hecho que se puede constatar. Pero no es de ahora; hace años que nos acompaña. La principal amenaza está afuera: en la calle. La amenaza a la seguridad tiene muchas máscaras: homicidios, ataques y asaltos con armas o sin ellas, robos, violaciones, secuestros, torturas, mutilaciones. No vemos esa amenaza, pero, imaginariamente, nos ven. En la metáfora de Servitje es como si estuviéramos a merced de un cazador o un grupo de cazadores. Como si fuéramos un blanco móvil; la víctima puede ser seleccionada. Idea que remite al vínculo entre la presa y el predador, al que alude Elías Canetti en su obra Masa y poder.

La inseguridad produce miedo, experiencia universal cuyas formas y efectos nunca son idénticos. Al miedo sobreviene una inhibición de la acción, una adaptación de los comportamientos a las exigencias del peligro. Pero puede desencadenar procesos de fuga o agresividad defensiva. Una de las manifestaciones extremas del miedo, el terror, desconcierta, altera la capacidad de razonamiento. Existe, además, una relación entre poder y amenaza, en particular, por quienes la ejercitan a fin de imponer su voluntad e intereses. En el rubro de la amenaza institucionalizada se teme el abuso de poder, la arbitrariedad y la forma en que impone su voluntad, por medio del poder que dan las armas o el dinero. A menudo esa perspectiva de la inseguridad tiene que ver con el disciplinamiento y el orden. El uso político del miedo compone una tecnología que no cesa de perfeccionarse. En los tiempos de Miguel Nazar Haro, era en los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad. Hoy en Abu Ghraib, Guantánamo o en las celdas de Seguridad Pública del estado de Jalisco.

En México, el tránsito a la actual democracia hueca ha ido de la mano de la privatización y la desregulación de la economía (aplaudida por el CCE y la Coparmex). Y con una renuncia al monopolio de la violencia legítima del Estado (un bien público gratuito), en favor de un amplio espectro de agencias privadas de seguridad. La seguridad se convirtió en una mercancía, incluso en aquellos espacios de las megalópolis caracterizados por el "apartheid de la pobreza" (Peter Lock), donde se reproducen órdenes de seguridad informales, ilegales y criminales. En esa "selva social" donde domina el derecho del más fuerte -para seguir con la imagen de Servitje-, las instituciones que regulan la convivencia quedaron a merced de la racionalidad y arbitrariedad del poder económico. Predomina el más apto. Eso justifica cualquier violencia y deroga toda conciencia del derecho. Hay una interconexión dinámica entre neoliberalismo, corrupción-violencia, privatización de la (in)seguridad, economía "regular", economía informal, sector criminal. En ese contexto, los órganos de seguridad son parte del problema, no la solución. Las "fuerzas del orden" son un factor de criminalidad; actúan en colaboración con las mafias del crimen organizado y las empresas que "venden" protección.

La dictadura del pensamiento único también llegó a los medios de comunicación. Eso condujo a un periodismo sensacionalista, irresponsable, banalizado en la competencia por cuotas del mercado. En eso, el cacerolismo mediático, la dramatización de la criminalidad violenta desempeña un papel sobresaliente. Los medios, sobre todo la televisión, esbozan un cuadro distorsionado de la situación individual, y modifican las coordenadas del imaginario social, también en lo que hace a los temores. Muchas veces, la información es editada y procesada para construir una realidad donde reina la muerte y la mutilación, lo que provoca miedo e indignación. A veces, marchas de protesta.

Atizado por "crónicas lascivas" (John B. Thompson), el miedo a la criminalidad se concretiza en una demanda de medidas privadas de seguridad, que sobrepasa la situación real de amenaza. Reaparece una mirada de sensibilidad conservadora; las clásicas consignas pretorianas. La gente pide mano dura, toque de queda, pena de muerte, la rebaja en la edad de la imputabilidad penal, el gatillo fácil policial, el ejército en las calles. Se alzan voces que reclaman "paz social", "orden", y a eso le llaman Estado de derecho. La solución a la violencia es más violencia, lo que en espiral puede llevar a justificar los excesos represivos e ignorar el respeto a los derechos humanos.

No hay que olvidar que cualquier estrategia de poder incluye crear enemigos y exhibir la peligrosidad de la propia fuerza. Sin embargo, el miedo como instrumento de manipulación social es sumamente peligroso para el que lo maneja. No sólo el poder se nutre del miedo. También las rebeliones y las movilizaciones de masas. La percepción de peligros colectivos contribuye a formar lazos sociales que de otro modo no se hubieran constituido. Se sabe que el límite entre la fuga, la parálisis y la cólera es sutil, y no siempre se regula a voluntad. Conviene tomarlo en cuenta.

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