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México D.F. Miércoles 31 de diciembre de 2003
Margo Glantz
La última curda
Hace muchos años estuve un mes en Estocolmo. Fui invitada junto con Cristina Peri Rossi y Ana Basualdo, escritoras del Cono Sur (uruguaya y argentina, respectivamente), a dictar conferencias en varias ciudades suecas: Uppsala, Oxelessun, Malmö, Lund y, claro, Estocolmo. La invitación estuvo a cargo del ministerio de Cultura de Suecia y de una comuna socialista formada por exiliados sudamericanos, principalmente uruguayos, algunos chilenos, un colombiano y una sueca. El jefe o líder de la comuna se llamaba Rubén, un antiguo tupamaro que no leía libros porque lo consideraba burgués y dirigía una imponente imprenta moderna y eficiente en la que se produ-cían libros para niños. La comuna, situada en un bello edificio en el centro de Estocolmo, alojaba, además de los exiliados, a la primera mujer del líder y a sus hijos, a su segunda mujer y sus nuevos hijos: un verdadero patriarca.
Gozábamos de bastante libertad, la única obligación era compartir el desayuno con todos los miembros de la comuna. Todo esto lo recuerdo, mientras escribo en un cuaderno tomando café y un pastel de chocolate con crema (muy empalagoso) en un cafecito de una estación de un pueblo sueco de cuyo nombre no me acuerdo, en septiembre de 1984. Estoy esperando un tren que me lleve de regreso a Uppsala, donde quería admirar el famoso cancionero, pero me he equivocado de estación y he bajado en un lugar desconocido, escribo y de repente hojeo un ejemplar de la revista francesa Lire, un dossier sobre Raymond Chandler. Hoy, es decir, el 30 de diciembre de 2003, escribo este texto y copio fragmentos de ese diario: me siento feliz copiándolo, guardo aún en el paladar la sensación de empalago.
Recuerdo a Julia, la primera mujer de Rubén, tiene 54 años y vive en eterna pelea con el resto de la comuna, es tan autoritaria y represiva como Rubén: ambos teorizan sobre los beneficios de la libertad en grupo, la mejor alternativa contra la sociedad burguesa: oprimen y esclavizan a todos los demás, excepto a Alvarito, el consentido y parasitario hijo menor de la segunda camada. Martín, otro de los hijos, no es tan simpático pero es muy hábil para sobrevivir y Edda, su mujer, es sexy. En la comuna vive un chico, Palín; apareció un día por allí como Oliver Twist entre los ladrones, es de una belleza sublime, sus ojos azules cambian de tono y se vuelven verdes a la menor provocación. Es ya la hora del desayuno, alguien se acerca a la mesa, toma la cuchara del azúcar, endulza su café, la chupa, la vuelve a dejar en la azucarera: me produce asco; debo confesarlo: lo reproduzco mientras copio este cuaderno. Silvia, la segunda mujer de Rubén, come yogurt, chupa su cuchara para limpiarla, la mete en la mermelada y unta su pan. No puedo contenerme, se lo comento a Amparo, una de las mujeres más sensatas de la comunidad. Me recuerda la costumbre popular del mate en el Uruguay, pasa de boca en boca y la gente comparte su sabor, los microbios y la compañía. Respingo y le digo -mamona- que ni siquiera hay servilletas en la mesa. Ana , mi amiga, escritora que ha pasado un tiempo en México y en mi casa, junto con Rubén, oye la conversación y al día siguiente, al lado de la azucarera , las mermeladas y el café, están las servilletas.
Ana es inmensa, imita a Borges cuando escribe y habla perfectamente el sueco. Con ella voy a visitar al crítico Lundquist, uno de los más influyente miembros del jurado del Nobel. Me ofrece agua helada (es septiembre) y unos chocolates que una semana antes le ha obsequiado un escritor mexicano, son dulces y empalagosos como la conversación. Al día siguiente, ceno con los embajadores de México en un famoso restaurante que frecuentaba Strindberg, el postre, pastel de chocolate.
Ana se parece a la Venus de un pintor italiano que desconozco y de quien no apunté el nombre en mi diario, después de visitar el Museo Real de Amsterdam, en una escala de mi viaje. La Venus es gorda, pero armónica; lleva pulseras en los brazos, se le encajan entre los intersticios de la celulitis, un velo le cubre el pubis, algunas flores desparramadas simétricamente sobre la cama alegran la pintura. Luego recorro varias salas con cuadros holandeses del siglo XVIII, su tema es la pasión de Cristo, predominan las escenas cotidianas, la gente en el mercado vende frutas, verduras o pescados y Cristo y las mujeres del Calvario aparecen a lo lejos como miniaturas.
Almuerzo en el restaurante del museo, un sandwich sin tapa de camaroncitos rosados, como las piernas de las mujeres de Rubens, o como las óperas románticas de tono melodramático y rollizo. Ana pesa 120 kilos, lleva siempre una piyama. Estuvo en la guerrilla, antes fue niña bien y monja. Estuvo varios meses en la cárcel donde aprendió a tejer y de donde salió para asilarse en la embajada sueca y volar hacia Estocolmo.
šY bueno!, digo para finalizar, como dicen los uruguayos con quienes convivo, cuando hablan de la guerrilla a la que pertenecieron y gracias a la cual están exilados cómodamente en Suecia, antes de contarme algunas de sus aventuras, echarse un mate y, con enorme nostalgia, cantar, acompañados a la guitarra, un tango.
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