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México D.F. Sábado 30 de agosto de 2003
DESFILADERO
Jaime Avilés
Iztapalapa: una escuela invisible
Tres historias del apagón de Nueva York
El GDF mantiene cerrada una joya arquitectónica
exclusiva para ciegos
La obra de Rocha, en peligro
MANHATTAN TRANSFER. Cuando se fue la luz, la primera
persona de este relato salía de una oficina en el sur de la isla
de Manhattan, con un legajo de papeles que debía entregar en otro
despacho cien calles arriba. Eran las cuatro de la tarde, y contra lo que
se ha comentado, no era tan agobiante el calor, pero dada la estructura
de la ciudad mucha gente empezaba el retorno a sus hogares por las avenidas
que bajan desde el norte hacia el puente de Brooklin, rumbo al este. Semáforos,
vitrinas, anuncios espectaculares, la vida artificial se extinguió
en un instante y ahora sólo atronaban los cláxons, pero dos
años de convivencia imaginaria con el terror pusieron en práctica
un esquema de reorganización dentro del caos que empezó a
funcionar por sí solo.
Al comprender que no había autobuses, trenes ni
metro, las masas desconectadas de su sistema nervioso exterior volvieron
a la edad de piedra, a la era previa a la invención de la rueda,
y se echaron a caminar en silencio, como ya se dijo, de norte a sur. Pero
la primera persona iba en dirección opuesta y tenía gigantescas
dificultades para eludir la inagotable sucesión de cuerpos que se
aparecían a cada instante frente al suyo. Sin perder el paso, vio
que a sus lados hombres y mujeres brotaban de los comercios con tres productos
específicos: agua, radios de transistores y pilas.
El
agua costaba un dólar en la botella de plástico más
pequeña, y la vendían los tenderos coreanos y chinos, pero
una hora después de tropezarse sin cesar contra la corriente humana,
la primera persona adquirió un envase al doble de su valor. Dos
horas más tarde, habiendo recorrido ya 75 de las cien cuadras, observó
que el precio del agua se había elevado a tres dólares, y
cuando llegó a su destino y logró su objetivo, la preciosa
mercancía valía cuatro dólares, pero ya no era tan
fácil encontrarla. Eran las ocho de la noche.
En esos momentos, el periodista Jim Cason, la segunda
persona de este relato, llevaba cuatro horas dentro de una oficina en la
cumbre de un edificio inteligente que sólo funciona con electricidad.
Como ésta había desaparecido, todas las puertas estaban selladas,
no servía el aire acondicionado, tampoco el teléfono y mucho
menos la televisión. Gracias a un radio de pilas, el corresponsal
de La Jornada supo que no se trataba de un ataque terrorista, sino
de una falla que se extendía hasta Canadá y que no tenía
esperanzas de que la normalidad se restableciera antes de mucho tiempo.
Con resignación pero muerto de hambre, sin angustiarse
pero contrariado porque desde luego no podría asistir a los funerales
de la mamá de David Brooks, que había fallecido esa mañana,
Cason se durmió confiando en que el ruido de las máquinas
que lo rodeaban y el brillo de las lámparas en lo alto lo sacarían
del sueño cuando menos lo imaginara, pero cuando abrió los
ojos comprendió que todo estaba parcialmente iluminado sólo
por el viejo sol que en circunstancias parecidas había sido la única
fuente de luz en el tiempo de los dinosaurios. Todo seguía igual,
pero las baterías de su radio se habían agotado.
No fue sino a las seis de la tarde cuando el edificio
que lo atrapaba recobró la inteligencia y pudo salir al fin.
Bajó a la calle y se dirigió al café donde siempre
lo alimentaban, pero estaba cerrado. Lo atrajo el olor de un estanquillo
que vendía cucuruchos de pescado y papas fritas, pero había
una cola soviética. Otros negocios de comida sufrían el asedio
de centenares de hambrientos. Cason lo pensó con toda calma y renunció
a la satisfacción de su necesidad más inmediata. Cogió
un taxi, llegó a la estación de autobuses y se fue a Washington.
Era el modo más sencillo de conseguir una cena caliente.
La tercera persona de este relato gozaba de una apacible
tarde de ocio en el jardín de sus vecinos cuando se fue la energía
eléctrica. Todos estaban en pantaloncillos cortos y camisetas bebiendo
cerveza, comiendo salchichas y diciendo estupideces a la sombra de un árbol
que refrescaba la cálida humedad del césped. Ninguno contaba
con un radio de pilas, pero a medida que se extendía la noche el
grupo fue invadido por una sensación de placidez. Gracias a los
primeros caminantes que venían de Manhattan con la lengua de fuera,
averiguaron que no había sido cosa de Bin Laden o Al Qaeda, sino
de una colosal trombosis en el cerebro de la ciudad. Qué agradable
era aquello. No había alerta naranja, ni mensajes de Bush, ni advertencias
del Departamento de Seguridad Interior acerca de inminentes ataques terroristas.
Sólo la inteligencia humana en contacto con el espíritu de
la naturaleza.
Ahora, me dice un experto en el tema, después del
colapso de Londres vendrá el de París. Los apagones de los
países más desarrollados del mundo confirman lo que todos
aquí en la pobreza tenemos bien claro: privatizar la industria eléctrica
es la ambición más absurda. Esperemos que alguien se lo explique
a Elba Esther Gordillo, a Jesús Ortega y a Vicente Fox. Pero no
nos hagamos ilusiones.
Un espacio para cuatro sentidos
Mauricio Rocha es un joven artista que ganó la
12 Bienal de Arquitectura Mexicana con un proyecto que hoy es realidad
pero no funciona. Durante el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas
en la ciudad de México, diseñó y levantó una
escuela para ciegos que ahora ocupa un terreno de 14 mil metros cuadrados
en la delegación Iztapalapa. Se trata de un complejo de 12 edificios
rectangulares, o de 8 mil 500 metros de construcción, rodeados de
patios, jardines y canchas deportivas en el contexto de un paisaje natural
concebido para las necesidades específicas de sus destinatarios:
niños, jóvenes y adultos que padecen, total o parcialmente,
debilidad visual.
El ingeniero Cárdenas no había cumplido
un año al frente de la administración capitalina cuando,
en 1998, recibió una solicitud de los vecinos de Iztapalapa que
lo incitaba a edificar un plantel para atender a la abultada población
invidente que -por razones no esclarecidas- vive en esa región de
la ciudad. Estaba disponible para ello un inmenso tiradero de cascajo que
los demandantes habían identificado antes de emprender sus gestiones.
Un lugar cercano a la red del Metro, con dos avenidas amplias que enlazaban
la zona con el resto de la macrópolis.
Cárdenas acababa de contratar a un arquitecto de
nuevo cuño que estaba terminando un espacio cultural para jóvenes
en la colonia Anzures y le pidió un anteproyecto, pero cuando vio
la primera maqueta no lo dudó más. De esta suerte, Rocha
puso manos a la obra y consiguió un producto que desborda la imaginación.
En vez de deshacerse del cascajo, lo reorganizó en una serie de
taludes de 5 metros de altura y cubrió cada uno con una variedad
distinta de plantas aromáticas, como jazmín, romero, albahaca,
limón y otras, que fueron intercaladas con hierbas inodoras para
no crear confusión entre los usuarios.
"Los invidentes desarrollan los cuatro sentidos que tienen
mucho más que nosotros. De allí surgió la idea", explica
Rocha. "Si tú eres ciego y vas a pasar la mayor parte del día
en la escuela, cambiando de salón, atravesando patios, yendo a la
cafetería, etcétera, necesitas un sistema de orientación
que te permita hacer las cosas de la manera más rápida. Con
esta distribución de olores bien localizados atacamos parte del
problema apelando al sentido del olfato." Pero eso no es todo.
"En la parte baja de los taludes colocamos un borde de
piedra para que los estudiantes puedan sentarse, pero los decoramos con
cactáceas sin espinas, como la sávila, el kalachoe y la echeveria,
que pueden ser tocadas y estimulan el sentido del tacto para confirmar
la ubicación. Pero más arriba sembramos otras especies, como
mimosas, calistenos, cassia fistula y qué sé yo, que
tienen colores muy brillantes y ayudan a guiarse a quienes no padecen ceguera
total. Además, en colaboración con el arquitecto paisajista
Jerónimo Haguerman, decidimos emplear vegetación que no requiera
de mantenimiento, es decir, de especies que se alimenten de la lluvia y,
si ésta falta, que resistan la sequía sin problemas", abunda
el maestro Rocha.
Un criterio similar fue aplicado en los muros exteriores
de los edificios, donde lo que se tomó en cuenta fue la textura
de los materiales para que los alumnos, en momentos de confusión,
se orienten por el tacto. No olvidemos que la percepción con este
sentido es ilimitada. Los médicos ayurvedhas de la India
estudian cinco años para desarrollar al máximo la capacidad
sensible de los 5 o 6 millones de células-antena que tenemos en
la yema de cada uno de los dedos.
"Exacto", admite Rocha. "Los invidentes no tienen que
estudiar en la India para potenciar esta facultad natural del cuerpo humano,
pues la desarrollan por compensación. Para aprovechar este recurso,
trazamos en las paredes franjas de líneas horizontales y verticales
con separaciones de 2 centímetros entre cada una, y en las esquinas
fijamos placas de mármol escritas en braille que sintetizan la información
indispensable. Con estos elementos ningún estudiante se puede perder."
Dentro de las instalaciones utilitarias del edificio -salones
de clase, talleres, auditorio y oficinas de gobierno- hay un gran salón
llamado tifloteca, neologismo que proviene de la palabra biblioteca
pero adaptado a las exigencias del tacto (tiflo). Además
hay una sonoteca y una gran biblioteca en braille con cabinas de sonido
en la parte superior, en las que se planeó instalar computadoras
que "lean" en voz alta. Pero estos compartimentos cuelgan del techo para
evitar que sean divididos mediante columnas, o "sombras duras" que provoquen
accidentes a los usuarios, porque, según Rocha, "no quisimos que
nadie fuera caminando y de repente se estrellara con un poste".
El problema de la excelente escuela para ciegos de Iztapalapa
-obra que fue publicada por la revista Praxis de Estados Unidos,
lo que significa un reconocimiento excepcional- es que al término
de la administración de Cárdenas y Rosario Robles fue recibida
por el equipo de Andrés Manuel López Obrador, pero no ha
sido abierta. ¿Por qué? Este Desfiladero todavía no
lo sabe, aunque promete descubrirlo. Sin embargo, una versión no
confirmada sostiene que en la Secretaría de Desarrollo Social, a
cargo de Raquel Sosa, existe la peregrina idea de convertir este plantel
en una escuela para todo tipo de discapacitados, lo que simplemente no
puede ser. Las puertas de las aulas, por ejemplo, no dan el ancho suficiente
para que pasen las sillas de ruedas de los inválidos, y las escaleras
no cuentan con pendientes para esos vehículos, mientras la sonoteca
no sirve para los sordomudos y las canchas no fueron pensadas para los
parapléjicos.
Por otra parte, el costo de la construcción se
redujo a 60 millones de pesos, lo que significa muy poco dinero para invocar
el tema de la austeridad y del ahorro, en cuyo nombre, en este caso, se
echaría a perder una joya arquitectónica que puede y debe
ser admirada por el resto del país y atraer la atención de
los especialistas del mundo. ¿Qué caso tendría convertir
una esmeralda auténtica en una esmeralda de plástico?
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