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México D.F. Martes 20 de mayo de 2003
Pedro Miguel
NN
Hay padres que se esfuerzan por dar a sus vástagos
una formación completa, multifacética y de excelencia que
les sirva para encontrar en la vida un cauce triunfal o, cuando menos,
desahogado. Actualmente lo políticamente correcto parece privilegiar
las cuotas universitarias y el pago de cursos particulares por sobre las
herencias cuantiosas. Eso no quita que muchos progenitores sueñen
con entregar a sus descendientes, en el momento de estirar la pata, dos
o tres millones de dólares -o más, si se pudiera- a fin de
que los segundos puedan dedicarse al pasatiempo favorito hasta niveles
de calidad total sin necesidad de preocuparse por cosas como el sustento
diario, las tarifas de la peluquería o los boletos aéreos.
También hay los que se desviven por vincular a sus hijos con los
grandes poderes y poderosos de la economía, la política y
la cultura, con la esperanza de que las criaturas logren trepar con éxito
las estructuras sutiles del dinero y la fama. Y no faltan los que recurren
al dinero mal habido, a la defraudación o al homicidio, en el afán
de cimentar destinos cómodos o luminosos para sus sucesores. Algunos
jefes de Estado añoran los tiempos monárquicos en los que
era dable heredar el trono y sueñan con la fórmula que les
permita entregar a sus vástagos los muebles republicanos del despacho
presidencial. Otros se conforman con que sus hijos disfruten durante cuatro,
seis o siete años las comodidades irrenunciables inherentes al alto
cargo de papá.
Del otro lado del mapa ético se encuentran los
padres que tienen hijos como inversión a futuro -una suerte de pensión
de vejez cada vez más incierta- y los que buscan biencasar a sus
hijas, o prostituirlas de manera abierta, o satisfacerse con ellas. Hay
los que convierten a los pequeños en desagüe de su crueldad
y su resentimiento. Están también aquellos para quienes los
críos son una mera secuela colateral e irrelevante de una coyuntura
pasional, y los que no quieren saber nada de los niños antes de
que dejen de serlo y se interesan en sus descendientes sólo cuando
éstos empiezan a generarles gratificaciones perceptibles: un trofeo
deportivo, un diploma universitario o la parte proporcional de un salario.
Es difícil aislar tales extremos en ejemplos puros.
La mayoría de los padres se pasa la vida triangulando equilibrios
entre el cumplimiento del deber, la satisfacción de la pulsión
amorosa y el remordimiento por no hacer todo lo humanamente posible. Eso
se aplica igual a los poderosos que a los desharrapados. Tal vez el papá
del actual presidente Bush se sentía culpable cuando las tareas
de Estado lo obligaban a descuidar al hijo mayor y éste empezaba
a chapotear en la intoxicación alcohólica o religiosa. Acaso
Vicente Fox tuvo que sopesar durante varias noches si era correcto o no
celebrar la boda de emergencia de su pequeño incauto en "la casa
de todos los mexicanos". El beneficio de la duda podría alcanzar
incluso para Carlos Menem, quien posiblemente pagó horas extra de
sicoanalista cuando su hijo Carlitos se fue al otro mundo por culpa de
sus prácticas de júnior de alto riesgo. A fin de cuentas,
y con la excepción de algunos santos religiosos o laicos, uno desarrolla
todos los aspectos de su vida en una permanente negociación entre
la realidad y el deseo, entre el deber y la desidia, entre el esmero y
el descuido, entre el amor y el cansancio. Ese vaivén funciona para
habitantes de ciudades perdidas, para inquilinos de departamentos de utilidad
social, para magnates y estadistas, para estrellas del rock y para premios
Nobel de algo.
También estaba en esa lógica, supongo, un
individuo -llamémosle "NN"- que la semana pasada fue hallado muerto
en un remolque de tráiler, abrazando -dicen- el cadáver de
su hijo de seis años. Algunos sobrevivientes de la tragedia han
aportado versiones terribles, según las cuales el padre murió
primero y luego el pequeño fue asesinado a golpes por los otros
viajeros que seguían vivos y que estaban desesperados. Se ha dicho
también que el menor resultó apachurrado por el peso de otros
cuerpos muertos. Acaso lo que ocurrió dentro del contenedor pueda
precisarse algún día. Como sea, ese joven padre sin nombre
ni pasado ni futuro suscitará la reprobación de algunos:
"cómo pudo ser tan irresponsable", "mira que llevarse a la criatura",
etcétera. Otra manera de verlo es que NN compartió con su
pequeño todo lo que tenía: la aventura desesperada, la completa
incertidumbre, las penalidades de un viaje hacia el horizonte de la subsistencia
y, al final, una muerte por asfixia, atrapados en un contenedor repleto
de carne humana, en los alrededores de un poblado de cuyo nombre -Victoria,
Texas- no llegaron a enterarse nunca. Prefiero pensar que ambos murieron
de asfixia, que no hubo golpes ni aplastamientos y que cuando NN vio que
todo estaba perdido tuvo el impulso de abrazar a su hijo, que así
encontraron los cadáveres, y que ese gesto amoroso es un indicio
de que, aun en la pobreza y la ilegalidad, y a pesar de la muerte, fue
un buen padre.
pmiguel@ciberoamerica.com
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