Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 28 de abril de 2003
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C U L T U R A
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Hermann Bellinghausen

Linterna mágica

Hubo una cierta vez. Descubrí la manera en que la antena de televisión proyectaba al mediodía su sombra en el tinaco. Cada tanto, los gorriones paraban en las aletas de la antena, y sus siluetas creaban un teatro de sombras sobre la ondulada superficie metálica. El tinaco de la casa, gran barril de lámina ondulada y sin edad, insondable pozo cristalino, asomaba por costumbre al más inútil cubo de luz que he conocido en mi vida: no daba a ninguna parte.

En aquella época, algunos recursos domésticos se daban por garantizados. Resultaba Impensable una escasez de agua durante los estiajes, que en el valle siempre han tenido pronóstico reservado. Como la antena, nuestro tinaco era otro intento de presumir jerarquía social en un panorama de zepelines de asbesto, reducidos y uniformes, casi proletarios (y contadas casas tenían televisión).

Por eso, el día que Trino bajó de la azotea y reveló a Arcángela Lo Impensable, lo primero que se les ocurrió a ambos fue guardar el secreto para que no cundiera el pánico. Arcángela no evitó una mirada de preocupación hacia el jardín donde Eustorgio regaba generosamente los setos con la manguera de chorro en mariposa. ƑCómo aconsejarle ahorrar agua, con la pena que le daba dirigirle la palabra? Luego él, un artista jardinero. Ni modo de escatimarle el insumo fundamental para la buena ventura de las plantas.

Tres días atrás Trino se había percatado de que el agua no caía, pero su fe en la superioridad técnica de nuestro tinaco aconsejó minimizar el problema en su conciencia. Le llevó tiempo comprender la gravedad de la situación. Por fin lo notificó a la cocinera Arcángela, que de oírlo hasta dejó de tallar las ollas.

No aguantó ni un día Arcángela antes de comunicar en seco a la familia los presagios. Y ahí los quería ver a todos, practicantes fanáticos del baño diario, temiendo por el suministro. En medio del estupor generalizado, corrí escaleras arriba y me asomé a verificar los estragos de la primavera. Alcancé a distinguir en el fondo del tinaco semilleno una gran S de Sed, de Sequía, de Solsticio. A pesar de la conmoción familiar, mi padre se atrevió a corroborar con sus propios ojos el preocupante silencio del suministro. Fue el único. Y pronunciando palabras como atarjea, pinzas, berbiquí y "la lámpara flashlight", me ordenó traer su caja de herramientas, y yo, aún sabiendo tanto como él que no había nada que hacer, obedecí.

Trino recibió la encomienda inmediata de visitar la bomba de la colonia, regenteada por los Bendívil desde la fundación de aquel suburbio (entonces "la periferia"). Arcángela limitó a lo indispensable el fregadero y suspendió todo lavado de ropa. Eustorgio recibió instrucciones drásticas: nada para el jardín. Lo primero a sacrificar, llegado el caso, serían las plantas.

El ánimo empeoró al fracasar las negociaciones de Trino en la bomba, pues los Bendívil pedían su buena mordida, y mi padre, para eso, primero muerto. Eustorgio fue cayendo presa de la melancolía. Los días posteriores vagaba por el jardín, fantasma de sí mismo, gris del rostro, en la angustia de sus plantas. Arcángela sentía el corazón partido de ver así al objeto de su amor inexpresable.

La familia en pleno experimentó cambios curiosos. Nos fuimos poniendo opacos, la piel rasposa y el pelo grasiento. La lengua de mi padre, "geográfica" según diagnóstico médico, se llenó de surcos profundos. Nuestros labios eran costras incapaces de chupar o besar. Dejamos de hablar, pues no me acuerdo a quién se le ocurrió que así gastábamos menos saliva.

El jardín, igual que los camellones de Cervantes Saavedra, el pasto de las glorietas de Legaria y las banquetas en general, pasó de mustio a moribundo en lo que los gringos llaman "no time". Las primeras víctimas fatales fueron las hortensias y los alcatraces. Los duraznos y la yedra se las deshojaron para sobrevivir.

Ante la desesperación que atenazó la casa, dediqué mis días a contemplar las sombras en el tinaco, las idas y venidas de los pájaros, los bailoteos de la antena sometida a las tolvaneras venidas de por la Villa. En verdad, hice grande esfuerzo para no colapsarme. La cosa fue no escupir, no sudar y no llorar.

Presa de una depresión sin fondo, Eustorgio se ausentó. El estado de "su" jardín le resultaba insoportable. Distintos talantes melancólicos se adueñaron de todos en la casa. La servidumbre, qué paradoja, y excepto el jardinero sentimental, la libró mejor. Ellos podían irse a bañar a la colonia Argentina, en la vecindad donde vivían Trino, Josefina y una hermana de Arcángela. Por Tacuba sí salía agua de las regaderas.

De la familia, la abuela se las arregló mejor que nadie, aferrándose a un agua de Vichy que bebió en su juventud. "Gruesa en la boca, tomaba forma y sabía a montaña", recordaba, postrada en el chaise longue, agitando de vez en cuando su abanico de nácar con la resignación de quien ha resistido una Revolución. ƑNo hasta la habían escondido junto con sus hermanas en un sótano de Coyoacán cuando entraron Zapata y sus tropas a la capital, no se las fueran a robar? Su fastidio fingido quería decirnos: "sé sobrevivir, una simple falta de agua no me espanta". Tomé su partido mediante la contemplación lacónica de las sombras contra el tinaco, que me mostró una linterna mágica como la que años después me develaría los secretos de Praga en el Teatro Orientación.

Gracias a mi postura en la azotea, fui el primero en escuchar, al cabo de incontables días, el retorno del suministro. Primero tímido, eyaculante; luego decidido, torrencial y firme. Corrí abajo sin acordarme de beber. Con tan malas noticias que recorren el mundo a diario, experimenté el placer supremo de llevar una buena nueva.

El baño a manguerazos en el jardín fue bien bonito. Hasta Arcángela se animó, quizás aprovechando la ausencia de Eustorgio. De otra forma no hubiera permitido untársele al vestido, por lo regular guango. Descubrí que tenía más chichi de la que parecía, y mi infancia entró en un declive prometedor.

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