Adolfo Sánchez Rebolledo
La coartada del terrorismo
L0os estremecedores reportajes de Robert Fisk no dejan dudas en cuanto a la naturaleza de la guerra que se libra en Irak: es un guerra de conquista, sustentada tan sólo en el poder absoluto de las armas más sofisticadas y destructivas de la historia. Todos los discursos anteriores sobre el culto a Saddam, su arsenal bacteriológico o la perfidia de su régimen resultan irrelevantes, pues detrás de las bombas inteligentes del Pentágono, bajo los escombros de un país en ruinas y de los muertos, miles de muertos civiles, no hay más objetivo que extender las invisibles fronteras del imperio, las incalculables riquezas de sus compañías y la hegemonía militar estadunidense sobre el resto del mundo. Y todo en nombre de Dios y de la libertad, la democracia y el combate al terrorismo.
La doctrina Bush, que autoriza a Estados Unidos a actuar contra las amenazas aun antes de "que éstas terminen de formarse", no se creó en un día, ya que venía cocinándose desde la desaparición de la Unión Soviética y del mundo bipolar, pero fue al producirse el ataque terrorista del 11 de septiembre cuando se dieron las condiciones para articular la nueva estrategia de seguridad que hace la potencia sobreviviente el gendarme del mundo.
Para hacer explícita y funcional la doctrina de la guerra preventiva se requería establecer un enemigo potencial, sustituto del comunismo, capaz de inspirar la misma clase de sentimientos negativos que aquél. Al Qaeda, con su acción genocida, fue el catalizador hecho a la medida y el terrorismo apareció desde entonces como la causa de todos los males habidos y por haber, aunque de naturaleza distinta a los demonios del pasado, pues abarcaba individuos dispersos, grupos secretos y Estados. En lugar de enfrentar a otra superpotencia nuclear, como en épocas anteriores, ahora "el peligro más grave que encara nuestra nación está en la encrucijada del radicalismo y la tecnología", afirmó en un documento de estrategia el Departamento de Estado que acusa, si cabe en un texto oficial, graves rasgos de paranoia y arrogancia imperial.
La guerra contra el terrorismo declarada por el presidente de Estados Unidos pasó de ser un mecanismo de autodefensa legítimo a convertirse en una política universal de agresión contra todos aquellos estados "descarriados" no sometidos al curso fundamental de la política estadunidense, esto es, al nuevo orden internacional, que según Bush sucedió a la guerra fría.
El terrorismo se convirtió objetivamente en la gran coartada para fortalecer la hegemonía estadunidense en la globalización. Por eso, cuando se discute sobre el papel de los organismos internacionales, en particular sobre el futuro de Naciones Unidas, hay que tomar muy en cuenta que para Estados Unidos "el único camino hacia la paz y la seguridad es la acción", es decir, la aplicación irrestricta de su poder para modelar la sociedad humana del siglo xxi. Obviamente, el mayor riesgo de esta política reside en su confianza ciega en la doctrina militar y en la negativa a indagar sus propias responsabilidades en el origen del terrorismo y otros conflictos, cegado como está por su propia ideología.
Estados Unidos, sus grupos dirigentes conservadores, dice reconocer la diversidad de la sociedad planetaria, pero en la realidad desconfía de la especificidad religiosa o cultural del mundo no "occidental", al que rechaza en nombre de una visión social y religiosa fundamentalista. Cuando Bush afirma: "trabajaremos activamente para llevar la esperanza de democracia, desarrollo, mercados libres y libre comercio a todos los rincones del mundo" expone algo más que un programa de desarrollo más o menos utópico. En realidad, como refiere Alain Blomart en "Dios y el imperio norteamericano" (La Vanguardia, 9/4/03), "la concepción norteamericana del mundo es fundamentalmente teológica: se trata de una visión dualista en que el Bien está del lado de Estados Unidos y el Mal, del otro lado. En la clasificación norteamericana encontramos, después de Estados Unidos, a los países occidentales ('los aliados'), que satisfacen tres criterios 'sagrados' (la economía de mercado, la fe en un Dios judeocristiano y la democracia); luego los países del Tercer Mundo, que sólo responden a uno o dos de estos criterios y, al final, los países 'diabólicos' (el eje del Mal)."
Es obvio que una política así no representa ni mucho menos los intereses no ya de la humanidad, sino ni siquiera los del pueblo estadunidense. Pero desmontarla implicará grandes sacrificios y una suerte de movilización internacional nunca antes vista. De lo contrario, la sociedad se verá comprometida a vivir bajo el dominio del Hermano Mayor, vigilada y fiscalizada por el Gran Ojo del pentágono. Por lo pronto, se hará más necesaria que nunca una crítica a los fundamentos de la sociedad moderna, que vaya de la crítica simbólica o moral del nuevo imperio a la búsqueda de formas de acción que modifiquen las reglas del juego y el juego mismo.
Comencemos por marchar contra la guerra que avergüenza a la humanidad. Por lo menos.