José Cueli
šQué aburrición!
En la hora grave crepuscular con la luna asomándose detrás de la plaza, más propicia a la meditación o a la calidez de los amores que al drama que se vive en las plazas de toros, el espíritu se sintió subitamente invadido por el fantasma silvetiano, tal vez presente como testigo invisible; clasicismo puro y casa torera que alevantó una temporada invernal que se hundía inmisericordemente, y por consejo médico tuvo que retirarse de los ruedos y no torear la corrida de la oreja de oro con que terminó la temporada. Corrida por lo demás que duró casi cuatro horas y fue de bostezo continuo, salvo detalles de los participantes y dos estocadas de Rafael Ortega y José María Luévano, merecedoras del trofeo en disputa que se llevó el segundo de ellos.
David Silveti sin cortar orejas por su imposibilidad para matar a los toros fue para este crónico el triunfador de la temporada. David, temperamento ya troquelado y definido en su quehacer torero en el que hizo una carrera lenta con vuelo autónomo, ofreció en las dos corridas que toreó en la Plaza México la augusta majestad de su casta torera, en la que basa su toreo, ayudado por una técnica que le han dado las múltiples corridas en su larga carrera torera.
David Silveti deslumbró a los aficionados que vibraron en el coso como hacía años no se sentía con los reflejos de su toreo rutilante. No hubo para David toreo tan sugeridor, tan interesante, tan emotivo como el que realizó al embraguetarse a los toros que lidió. Y al conjuro de esta predilección del torero, todas sus potencias de trazos de amplia línea, de decorador de fantástico numen, afluyeron para escoltar su personalidad y darle su propio estilo. Nada más, ni nada menos.