Hermann Bellinghausen
El camino escondido (dos de tres)
Eso que ronda el aire, Ƒqué será? Hace una vuelta arriba, hace una vuelta abajo, flecha que no tiene dónde llegar. ƑDónde será que vamos, ingeniero?
Don Herminio se estaba burlando, el muy viejo, de mí. Di un sorbo al café en la taza de peltre, sin caer en la provocación ni salir con cualquier tontería. Yo estaba seriamente desesperado, no les creía ni la jota. Peor para mí si la pasaba mal, ellos iban muy a gusto tronchando monte.
-ƑNo se ha dado cuenta que el camino que llevamos tiene algo especial?
-Lo único especial que le veo es que no va a ninguna parte- dije.
-Ahí es donde usted se equivoca. Lo sabemos que hay un malentedido. Ustedes llegaron con la solicitud de explorar los pozos para una cuestión de energía. Y nosotros también teníamos una cuestión de energía. Por eso les dijimos que sí, pero era sí a otra cosa.
-ƑQuiere decir que nos engañaron?- alcé la voz, tratando de parecer molesto, aunque cada minuto que pasaba lo estaba menos.
En aquella época trabajaba para la paraestatal (privatizada con capital foráneo) Energía, Minas y Siderurgia del Altiplano, a la que no me unía ningún lazo afectivo, como no fueran la quincena y mi cotización como derechohabiente. En cierto modo, odiaba mi trabajo, que consistía en meterse a robar los recursos de la gente a nombre del desarrollo... de la empresa.
Prudencio, que tanto observaba, también de eso se había dado cuenta: de que la Compañia de Minas no me interesaba. Por alguna razón que desconozco, esas gentes habían decidido confiarme su secreto.
-Este es el camino a la Barra Pinta, no a dónde ustedes nos pidieron ir. En la Barra, nuestros antiguos encontraron algo que nosotros sabemos que existe pero no conocemos. A veces visitamos la boca, que se mete en cueva bajo la tierra, pero nuestras generaciones más últimas no hemos entrado en ella. Por falta de equipo. Y como ustedes...
No quise escuchar más. Entendí. Nos usarían. Llegados a ese punto, la idea no me molestó. Me preocuparon los técnicos, iban a darse cuenta. Lo mencioné. Y Jacobo, otro de los indios, dijo:
-No, eso olvídelo. Van a quedar aquí, dormidos en lo que regresamos. No van a despertar. Una bebida que les dimos, y a usted no, porque lo estamos invitando.
Conque por eso no despertaban los técnicos; ya hacía calor. Media hora después salimos del sitio donde dormimos y mis chalanes aún dormían encapullado en sus hamacas, roncando sin decoro. Dos ayudantes del grupo se quedaron con los durmientes, para cuidarlos. No de los ladrones, Ƒcuáles? De las fieras.
El ánimo se me transformó por completo. Como un chiquillo al que los grandes invitan a una aventura de verdad, iba atento, entusiasmado. No me parecía al ingeniero que era (y soy); no me parecía a mí mismo.
Los siguientes tres días transcurrieron sin sentirse. Ningún cansancio, ni la necia impaciencia, ni hambre, y eso que se habían terminado la masa y las tostadas. Bebíamos el agua de riachuelos acabados de nacer, tan frescos, y calentábamos agua para el café. Agarrábamos frutas.
Los guías cargaban el equipo. Las poleas, los lazos, los ganchos. Dejamos en el campamento picos, cables, compresora, satelital, sensores y toda la demás herramienta de exploración. Por fin el último día, a media mañana, se nos cruzó un terreno plano. Un claro de 50 metros, limpio de monte. Al fondo, sobre una roca, una inmensa ceiba de brazos largos y abundantes. Tan monumental y expresiva, la ceiba parecía alguien. Nos detuvimos. Incluso ellos, que la conocían, cambiaron de actitud en su presencia. Bajaron la voz. A partir de ahí, la plática sería cuchicheos.
Emplazamos pértigas y tendimos las cuerdas en un santiamén. Ellos, los indios, que para su fortuna nunca habían sido mineros, dudo que alguna vez antes hayan trabajado con equipo así. Pero como si hubieran nacido haciéndolo, le supieron.
Ya no me sentía observado, por Prudencio ni nadie. Repartí linterna y alcanzó para todos. Recuerdo el descenso rocoso, le escurría una humedad adherente. No hacía resbalar, al contrario, lo impedía.
-Ya estamos- dijo luego de un rato don Herminio, cuya voz hacía dos días no escuchaba.
Dos metros más y tocamos un suelo arenoso, plano. Unos cien metros arriba, la boca de la Barra Pinta era una mancha blanca, y las ramas amarillas de la ceiba invernal la pintaban de un amarillo distante.
Todos hablaron a la vez en lengua vernácula. En monólogo multitudinario, cada uno decía palabras distintas. En el centro del arenal, sentados en círculo, hablaron sin parar. Permanecí atrás. Se habían olvidado de mí.