Iván Restrepo
Ignoran a Stiglitz, aunque lo consulten
Uno de los más ácidos críticos de las políticas que ha promovido en el mundo el denominado Consenso de Washington es el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz. Dicho consenso surgió en esa ciudad a principios de los años 90 en una reunión de funcionarios hacendarios del tercer mundo. Entre los acuerdos destacan privilegiar los programas de ajuste fiscal, tributario y cambiario. De paso, inspiraron las directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI), donde Stiglitz fue durante años el número dos.
Las recetas aprobadas en la capital de Estados Unidos buscan mantener la estabilidad macroeconómica para avanzar hacia una economía de mercado más competitiva mediante la apertura, la desregulación de mercados y la privatización de las empresas públicas. Aunque el consenso ha sufrido cambios, e incluso se le ha considerado muerto, buena parte de esas modificaciones se deben al agudo crítico del FMI y a sus políticas de ajuste que promueve en el mundo.
Calificado por sus enemigos como fervoroso antiglobalizador, el profesor de la Universidad de Columbia considera que el proceso globalizador es una realidad que debe afrontarse con políticas que permitan a los países en vías de desarrollo, como México, salir airosos del proceso. Pero quienes toman las decisiones de política económica leen y escuchan a Stiglitz cuando es llamado en plan de consultor o conferencista, pero no le hacen caso.
Su libro El malestar en la globalización es referencia obligada entre especialistas y una de las obras más vendidas en su género; sin embargo, sus postulados son ignorados a la hora de formular las políticas económicas en los países del tercer mundo. No está de más señalar que el Nobel está unido a uno de los periodos más brillantes de Estados Unidos: los ocho años de la administración Clinton, de la cual fue el principal cerebro económico.
El fundamentalismo neoliberal, es decir, el pensamiento único en materia económica, se ha encargado inútilmente de desprestigiarlo, pero no ha logrado sino lo contrario, acrecentar su fama y que se le consulte más.
A la clase dirigente de numerosos países le molestan los planteamientos y críticas de que la economía no puede seguir manejada por personas que viven en los grandes centros de decisión, a pesar de que desconocen la realidad en que se desenvuelve el común de las personas, o por funcionarios que jamás han sabido lo que es desempleo, porque desde jóvenes son parte de las burocracias hacendarias y de la banca central.
Ahora que se discute el destino del sector agrícola en México, las opiniones de Stiglitz adquieren enorme importancia porque se ha opuesto a la idea de que el libre mercado por sí lo resuelve todo o de que la simple aplicación de políticas neoliberales beneficiarán automáticamente a todos los estratos de la sociedad; más bien ocurre lo contrario cuando el Estado no garantiza crecimiento, empleo y equidad, precisamente lo que nos falta.
En el caso del sector rural mexicano el gobierno olvida que obtener el verdadero desarrollo económico y social exige, ante todo, impulsar nuestra agricultura, no la del vecino del norte. Ese impulso garantiza un uso más racional de los recursos naturales. Entre ellos, dos claves para alcanzar la soberanía plena: el agua y el bosque.
Cuando los habitantes del sector rural tienen ingresos suficientes y sus ciudadanos una calidad de vida de primera, no de quinta como hoy, son los mejores aliados de los programas para conservar la riqueza biológica de un país y México en este renglón es una megapotencia, pero no la utiliza racionalmente, sino, por el contrario, la destruye día con día.
Por otro lado, los funcionarios parecen ignorar que la agricultura es el mejor muro de seguridad contra el hambre y la pobreza y que los subsidios que el gobierno del presidente Bush concede a sus agricultores (miles de millones de dólares al año) son obstáculo para que los nuestros obtengan el desarrollo. Gracias a esos subsidios inunda a los países subdesarrollados con sus cosechas a bajo precio, arruinando al productor local. Además, hacen más daño a México que votar en favor de la paz en el Consejo de Seguridad. Por eso, no a la guerra, no en nuestro nombre.