LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Ciudad de Dios
Plato fuerte en la Cineteca
Revelación del nuevo cine brasileño
LA MUESTRA INTERNACIONAL de Cine se inicia hoy en la Cineteca Nacional con un plato fuerte: Ciudad de Dios (Cidade de Deus), de Fernando Meirelles, la cinta de mayor impacto social en Brasil desde Pixote (Babenco, 1981). Un acercamiento superficial sugeriría en este filme un melodrama más sobre la miseria urbana y las bandas juveniles orilladas a la droga y al crimen, una suerte de Orfeo, de Carlos Diegues (1999), con violencia, samba, y amores contrariados. Pero desde su primera secuencia, Ciudad de Dios rompe con esa imagen, se aleja del folclor, de las historias de amor y de la indignación moral satisfecha, para elaborar una crónica muy áspera del ascenso de las pandillas, convertidas luego en mafias de narcotraficantes, concentrando todo en un suburbio carioca a principios de los años 60, y mostrando su enfrentamiento decisivo, dos décadas más tarde, por el control territorial.
LA CIUDAD DE Dios no se ubica ya en los tradicionales cerros (morros) que albergan a las favelas (barrios miserables) en pleno Río de Janeiro, sino en un gueto de desplazados reubicado en una periferia casi abandonada. El escritor Paulo Lins elabora, en tono autobiográfico, la historia de esa ciudad perdida. Su novela, Ciudad de Dios, se publica en 1977, y 25 años después Meirelles la lleva a la pantalla con una decisión inteligente: reducir la visión panorámica de Lins (300 personajes) a media docena de figuras clave -la más destacada, Zé Pequeño (antes Dadito), un niño con un insólito instinto homicida que se convierte en el capo indiscutible de Ciudad de Dios.
LA ESTRUCTURA NARRATIVA del filme es formidable. Su arranque resume un estado de ánimo colectivo, el de un barrio educado en el miedo, con un puñado de delincuentes que impone su ley de modo implacable. Sigue el relato en off de un joven que asiste a la espiral de violencia sin sucumbir a ella, para convertirse luego en reportero gráfico, suerte de cronista urbano, evidente alter ego del novelista. Su relato tiene momentos de violencia extrema -el ajusticiamiento de los parroquianos de un burdel (una pandilla los asalta y los deja amordazados, el niño Dadito regresa a matarlos sólo por placer), o la iniciación de un niño que debe ajusticiar a un amigo suyo para poder integrarse a una banda. Luego de un largo flash-back que cubre casi dos décadas la cinta regresa a su primera secuencia (magistral), al ''comienzo del fin", de un modo circular, con una pista musical excelente, una fotografía en deuda con el lenguaje publicitario y un buen aprovechamiento dramático de la imagen acelerada y la cámara lenta.
A LA INEVITABLE comparación estilística con Amores perros habrá que añadir una más oportuna con el cine de Scorsese (Buenos muchachos o Pandillas de Nueva York), sin dejar de señalar -en esa carga de rencor social y frustraciones que encarna Zé Pequeño-, dos referencias clásicas, Alma negra (Walsh, 49) y El pequeño César (LeRoy, 30), retratos del gánster sicópata. Tal vez parezca simplista explicar el carácter del villano mayor por su complejo de inferioridad (ser irremediablemente feo y nulo en la conquista galante), pero Meirelles no hace de este complejo ni de sus derivaciones el meollo de su propuesta.
CIUDAD DE DIOS, barrio hasta hoy impenetrable, señala la persistencia del resentimiento social que las políticas neoliberales agudizaron en la década de los 90 y que se tradujo en una generalización de la violencia. El realizador respeta la cronología de la novela y recrea las atmósferas de los años 70, pero su lenguaje es hoy atractivo para públicos juveniles. A su vistosa manufactura, a los efectos de su cámara inquieta e infatigable, los matiza siempre la sobriedad de su estructura dramática y la contundencia de sus planteamientos. Una revelación del nuevo cine brasileño.