Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 13 de marzo de 2003
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Mundo

John Ross*

Final del juego en Bagdad

El pasado viernes 7 de marzo, el día en que el fatal informe de Blix sería difundido a un universo expectante, estábamos yo y mi camarada turco Tolga Temuge -ex activista de Greenpeace en el Mediterráneo, parecido a Elvis Presley- empinados sobre el techo de la casa de máquinas de la refinería de Daura, en el oeste de Bagdad, marcando el sitio con pintura negra industrial, cuando la acción de los escudos humanos quedó irrevocablemente destrozada. Ya habíamos rellenado una H y una U de seis metros de largo y estábamos trazando la M para formar la palabra HUMAN, la cual advertiría a los lanzadores de los misiles de muerte de George Bush que la refinería es un sitio civil, certificado por Naciones Unidas, cuya función es suministrar petróleo como combustible y para calefacción a los residentes de Bagdad y otras zonas, y que al borrar esa planta de la faz de la tierra el presidente de Estados Unidos también pondría en peligro las vidas de sus propios ciudadanos y los de muchas otras naciones. Entonces, una delegación de la Organización de Paz y Amistad, nuestra anfitriona en Irak, nos convocó a la planta baja para leernos la cartilla.

Conforme a una fatwa emitida por el doctor Abdul Al-Hasimi, director del grupo "no gubernamental", se nos ordenaba salir de inmediato del país, expulsados de esa tierra amenazada porque habíamos usurpado la función de una ONG legalmente constituida al facilitar el emplazamiento de 100 escudos en cinco sitios claves de infraestructura en Bagdad y sus alrededores. Ahora la ONG y el gobierno de Saddam Hussein se harían cargo de dichos emplazamientos. Otros que debían partir serían Gordian, un corpulento australiano de cabellos como púas que coordinaba las asignaciones a sitios; Eva, una arrogante y sarcástica abogada de Eslovenia que encabezó muchas de las manifestaciones antibélicas en las calles de Bagdad que constituían un agregado esencial de nuestro trabajo, y el ya rebasado iniciador de la acción de escudos humanos, Ken Nichols O'Keefe, marine en la operación Tormenta del Desierto, quien con su tendencia a la confrontación y sus delirios de grandeza se había ganado el disgusto total del gobierno durante las semanas que pasamos en Bagdad.

De hecho, la orden de expulsión había sido emitida por el doctor Hasimi durante una perturbadora reunión celebrada la tarde anterior, en la cual, esgrimiendo su gordo índice hacia nosotros, nos acusó, entre otros crímenes abominables, de "obligar a los voluntarios a asistir a reuniones de tres horas". El efecto de las expulsiones fue decapitar una acción cuya autonomía se había vuelto una espina en el costado de Saddam mientras George W. Bush aceitaba su máquina de matar.

A la misma hora en que Hans Blix pronunciaba su evasivo discurso ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los villanos nos reunimos en el lujoso hotel Meridian Palestina para emprender la partida obligatoria. Poco antes Tolga y yo habíamos ido al Centro Internacional de Prensa para despedirnos, pero los representantes de los medios, hipnotizados por los magnos acontecimientos que mostraban las pantallas de CNN ni parpadearon cuando les contamos nuestro dilema. Mi amigo turco y yo habíamos alegado que necesitábamos partir sin ruido y de noche, para no proveer a Bush de nuevas municiones para su demencial cruzada de "liberación" de Irak. Saddam era un problema, comoairborne_soldiers_sfd todos los dictadorzuelos de opereta instalados por la CIA, pero no el enemigo número uno de la paz mundial. Era hora, pues, de ir a casa y profundizar el movimiento más importante, el de la lucha contra el reino de terror de Bush, del cual los escudos humanos habían sido siempre sólo un aspecto lateral.

Sin embargo, Ken se mantuvo inflexible. Chillaba que su movimiento había sido "arruinado" y, decidido a tener un enfrentamiento con los comisarios, resistió sus esfuerzos por despacharnos sin un berrinche final. Por último salió corriendo en la noche de Bagdad, al parecer con dirección a otro hotel de lujo, el Rashid, adonde pronto se enviaron policías para acorralarlo junto con Eva.

A esa hora avanzada, tres de nosotros habíamos abrazado a docenas de escudos que se quedaban en Bagdad, encabezado un coro creciente de "šNo a la guerra!" y, acompañados por cuatro monjes budistas que aporreaban tambores y murmuraban sobre el loco mundo al que habían venido a dar, ya estábamos en camino. En la oscuridad del desierto, apenas iluminada por la luz plateada de la luna nueva, con un destino incierto en el futuro inmediato, mis compañeros dormitaban mientras yo miraba el grueso cuello de nuestros comisarios. ƑAcaso el vehículo se desviaría bruscamente hacia el despoblado, nos ordenarían bajar y desnudarnos y nos llenarían el cuerpo de balas en pago a nuestra desobediencia gratuita? ƑAcaso las puertas de hierro de la prisión de Saddam se abrirían en un bostezo ominoso para recibirnos?

Nada de eso.

Nuestros anfitriones estaban sinceramente avergonzados por la idea de echarnos de un país al que habíamos venido a proteger con nuestras vidas de la trasnacional estadunidense Masacre Inc. Nos regalaron unos cómodos guantes de piel de ternera, nos dieron un apretón de manos en la frontera y nos invitaron a volver una vez que el terrible predicamento que se avecina llegue a su fin y el pueblo iraquí pueda al fin vivir en paz. Reflexioné en otros deportados, en los trabajadores mexicanos a los que en mi país se encadena y arrastra a su frontera por el pecado de desempeñar tareas tan bajas en la escala laboral que nadie más está dispuesto a hacerlas.

Irónicamente, en la noche nos cruzamos con un vehículo en el que ocho compas (**) mexicanos, entre ellos una monja del hospital de San Carlos, ubicado en la zona zapatista del sureste de Chiapas, iban en camino a Bagdad para relevarnos como escudos humanos (**).

El anuncio luminoso en la frontera iraquí traía el acostumbrado retrato del tío Saddam y la poco usual inscripción: "ƑNo es agradable venir a la frontera de un país donde nadie ha impedido tu misión?" Los dioses de la ironía trabajaban horas extras en la fría luz del amanecer en el desierto.

La tormenta de arena matutina soplaba con furia cuando enfilábamos hacia Ammán, eludiendo el tren interminable de herrumbrosos carros tanques que en desafío a las sanciones de la ONU transportan combustible al reino de Jordania, que carece de petróleo. La cegadora arenisca caía en forma tan copiosa que por momentos nuestro chofer manejaba sin ver.

Semejante clima, como he tenido ocasión de hacer notar en estos erráticos envíos, saboteará la guerra de Bush del suelo hacia arriba. Un despacho de la agencia Ap que aparece en la Gaceta saudí del domingo señala que las tormentas de arena en los alrededores del campamento Nueva Jersey, en la frontera kuwaití, ya han causado que soldados yanquis se extraviaran en el desierto mientras trataban de encontrar a tientas el camino desde las tiendas donde les sirven la comida hasta sus dormitorios. Reclutar adolescentes en las calles de los guetos y en los ranchos para enviarlos a combatir en condiciones tan inhóspitas es tan parecido a un homicidio premeditado como lo fue mandarlos a las junglas de Vietnam hace tres décadas o a otros lugares que se pierden en el túnel de la historia.

Irak no será pan comido, como proclama el alto mando del Pentágono. Estoy convencido de que los nuevos escudos humanos que nos remplazan en sitios como mi refinería de petróleo (ni en mis sueños más guajiros había imaginado que llegaría a sentir nostalgia de una refinería) no se han congregado ahí para poner sus cuerpos entre las bombas de Bush y la infraestructura iraquí. Muchos son combatientes activos de mirada firme, que han ido a Irak a cobrar cabezas de los odiados invasores. Pese a la blitzkrieg de 3 mil bombas de la que Bush nunca se cansa de alardear, habrá muchos combates en las calles en el futuro inmediato. "Pelearemos cuadra por cuadra, como hicieron nuestros abuelos con los colonialistas británicos", advierte el señor Al-Karash, gerente general de la refinería de Daura, quien sobrevivió a un infierno de 42 días en 1991 para volver a poner en marcha esa instalación vital.

En el hotel Al Saraya de Ammán -una bolsa de pulgas en forma de queso que cuenta con servicio de Internet las 24 horas-, aspirantes a escudos se reúnen con otros que han salido de Bagdad. Muchos llevan semanas de esfuerzos por entrar a Irak, pero no han logrado obtener la visa. Otros han salido de Bagdad exasperados por la manipulación gubernamental o impulsados por su miedo de morir bajo el bombardeo gringo (**) a medida que la guerra vaya saliéndose de control. Escudos gallinas, los llamó recientemente el New York Daily News. La mayoría están en la etapa terminal, decididos a aferrarse hasta el amargo fin. Un buen número de los que vivían en Europa en asentamientos irregulares o en las calles, o que han depositado en almacenes sus escasas pertenencias, no tienen un hogar adonde volver. Mirarán desenvolverse la guerra desde Ammán mientras sus provisiones se reducen a cero.

El ambiente en el Saraya tiene ese aire de lo que pudo haber sido y no fue. Ahora un Ken O'Keefe enloquecido ha llegado para encabezar esta tribu perdida.

Es hora, supongo, de hacer un balance de lo que ocurrió con los escudos humanos. En un sentido muy real, cumplimos nuestra misión. Al igual que esos autobuses de dos pisos que hace ya mucho tiempo retornaron a Londres, la acción no fue sino un vehículo para incitar al movimiento de masas contra el genocidio que planea Bush y para motivar el compromiso de nuestros propios combatientes. Tuvimos éxito en hacer del bombardeo de blancos civiles un tema prioritario, pusimos cientos de personas en esos blancos y elevamos la apuesta al retar a George W. Bush a desaparecernos con sus bombas. Bajo esta pequeña luz, tal vez logramos que la Casa Blanca sea más precavida al dirigirse hacia la población civil a la que intenta endilgarle la mentira de que la está liberando. Incluso abrimos con nuestras espontáneas manifestaciones callejeras una minúscula ranura de espacio democrático que podría ser recordada por la sociedad civil cuando llegue el momento. Pero la guerra llamará pronto a la puerta del mundo, quizás esta misma noche, y bajo tales circunstancias la ventana de la oportunidad está cerrándose con rapidez.

Es hora de ir a casa, de volver a nuestros países y comunidades, a nuestros seres queridos y compañeros (**), y de unirnos de nuevo al enorme movimiento de millones y millones que se han manifestado mes tras mes contra la perspectiva de esta guerra maligna. Por lo menos eso es lo que yo pretendo hacer en las próximas semanas y no puedo hablar más que por mí mismo. Pero antes de partir quiero dar las gracias una vez más al pueblo iraquí por abrirnos los brazos, por darnos hospedaje y sustento y por expresarnos su amor una y otra vez. "Los amamos", nos decían cuando caminábamos por las calles de sus ciudades, "los amamos." Llevo cuatro décadas de viajero y jamás me había pasado eso en ningún lugar.

No hay duda de que he dejado un gran pedazo de mi corazón en Bagdad, bajo el rugido y el silbido de las chimeneas de la refinería de Daura. Ojalá esa instalación sobreviva, combatiendo a Bush y a sus bombas en los días terribles que vienen. Inchilah.

John Ross estará de vuelta en las calles de Estados Unidos la próxima semana para enfrentar los planes genocidas de George W. Bush contra el pueblo iraquí. Invita al lector a hacer lo mismo.

* Periodista estadunidense

** En español en el original

Traducción: Jorge Anaya

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