John Ross*
Cuenta regresiva hacia el cataclismo
Bagdad, 22 de febrero. Después de la medianoche,
la frontera siria-iraquí es una tierra de nadie apenas iluminada.
Estamos en el lado sirio, en un café lleno de humo, cenamos kabobs
(carnero) y nos hartamos de café turco, todo por cuenta de la casa.
Cuando George W. Bush golpea el podio mientras múltiples banderas
estadunidenses se despliegan a sus espaldas en el televisor del café,
los camioneros, los viajeros pobres y los escudos humanos presentes
en el establecimiento se convulsionan en oleadas de sorna y carcajadas
ante la representación de cowboy del presidente estadunidense.
Este viaje ha estado lleno de momentos mediáticos
de este tipo, que hemos observado desde el lado más lejano de la
pantalla. En Ankara, mientras esperábamos nuestras visas iraquíes,
vimos a Bush jactándose de que iba a alimentar a los pueblos de
esas repúblicas del eje del mal, a los cuales Washington
mató de hambre durante la década pasada. Y nuevamente, el
recinto se colapsó presa de la hilaridad. El acto de Bush no se
interpreta como él quisiera en este bullente rincón del mundo
que él pretende conquistar con bombas, sobornos y esa ridícula
actitud triunfalista que convierte al presidente en el mejor actor cómico
al este y el oeste del Tigris y el Eufrates.
El trozo iraquí de esta frontera es más
agradable que la porción siria, donde todos los nombres que conforman
un nombre (el de la madre, el del padre y el de uno mismo) se escriben
laboriosamente en caracteres arábigos. Aquí, el retrato de
Saddam nos dirige una amplia sonrisa mientras adustos funcionarios de inmigración
registran, y en ocasiones confiscan, nuestros teléfonos celulares
y satelitales, computadoras portátiles, cámaras de video
y otros equipos. (Intento registrar mi reloj despertador, decorado con
la insignia de un oscuro equipo mexicano de futbol, pero el hombre de migración
me aleja con la mano, porque no es necesario.)
Al amanecer, el inventario queda completo y los escudos
humanos británicos están pateando una pelota de soccer,
en un partido con los guardias fronterizos iraquíes. Godfrey, mi
compañero de 68 años y el abuelo del grupo, observa el final
de la noche hojeando una maltratada edición de El rey Lear,
lectura muy apropiada en vista de quien está a la cabeza de la nación
a la que estamos a punto de arrojarnos.
La
Caravana de Acción Escudos Humanos, formada por 35 desaliñados
guerreros antiguerra, ingresó en Irak a bordo de dos destartalados
pero muy valientes autobuses londinenses de dos pisos la mañana
del pasado 15 de febrero, lo que coincidió con el día en
que se desarrollaron protestas sin precedente contra la guerra Bush-Blair
en esta aún resistente república.
Aunque teníamos la intención de llegar a
Bagdad a tiempo para participar en una enorme marcha que tendrá
lugar al mediodía, nuestra impaciencia era muy tangible desde la
frontera. Cruzamos una franja de desierto, polvorienta y llena de moscas,
donde los niños se apretujan contra nuestros vehículos, cantando
y bailando con tal fervor que el calor de sus cuerpos alcanza incluso el
piso superior de los autobuses. Este frenesí parece peligroso cuando
ondean retratos de Saddam y arrojan maldiciones contra George W. Bush,
pues sus energías juveniles parecen capaces de desmantelar nuestros
resoplantes vehículos.
Cuando avanzábamos por el desierto manchado de
petróleo, pudimos ver las marchas mundiales en televisores de gasolineras.
La clientela vilipendiaba a Bush en voz alta y nos invitaba jarras de te
y café fragante. Esto nos recordaba, oportunamente, lo mucho que
el mundo detesta el imperialismo Yanqui Doodle, pero no necesariamente
al pueblo estadunidense. Aunque por breves momentos, tras los ataques del
11 de septiembre, mis connacionales parecían percibir esta realidad
universal, esa comprensión se ha esfumado gracias a la interminable
satanización que Bush hace de Saddam Hussein, al acusarlo de ser
lugarteniente de Osama Bin Laden. La aseveración carece de la menor
pizca de verdad: en el pasado, Bin Laden incluso lanzó una fatwa
contra el líder iraquí.
Para haber pasado 20 años de guerra y aflicción,
mucha de ella manufacturada por Estados Unidos, Bagdad no es lo que uno
esperaría. Se trata de una capital perfectamente trazada, habitada
por 6 millones de personas, con edificios más o menos modernos y
de buena altura, con amplios espacios verdes y bulevares tan anchos como
los de Texas. Es una especie de Houston medioriental cuyo poder proviene
de las grandes cantidades de dinero del petróleo (y aquí,
como en Houston, las camionetas familiares son un peligro creciente).
El primer Bush trató de bombardear esta metrópoli
y regresarla a la edad de piedra, pero los iraquíes la reconstruyeron
en tiempo récord, y ahora Baby Bush quiere volver a aplastar
esta ciudad y darle los contratos de reconstrucción a la empresa
de Dick Cheney, Brown & Root (una división de Halliburton Inc.).
Y a pesar de que sobre ellos pesa una malvada fatwa-Bush,
los habitantes de esta maravillosa ciudad repetidamente te detienen en
la calle sólo para decirte lo mucho que te quieren. ¡Sí,
I love you! Durante cuatro décadas de dar vueltas por el
mundo, algo así jamás le había ocurrido a este reportero.
Los escudos nos encontramos alojados, de momento,
en un hotel de precio moderado que el gobierno está pagando hasta
que encuentre cómo desengancharse del compromiso. El Tigris, un
río lento como el Mississippi, fluye a menos de una cuadra de nuestros
balcones. Estamos ocupados definiendo la logística que usaremos
para evitar que las bombas de Bush aplasten a la población civil
en tierra, y haciendo un gran esfuerzo por no pelear entre nosotros. Esto
se vuelve espinoso debido a la reaparición del tramposo instigador
de toda la acción, Ken Nichols O'Keefe, ex marine en la Guerra
del Golfo Pérsico con tendencias suicidas que se tatuó una
línea punteada sobre la garganta con el letrero "Corte aquí".
Ofendido por la rebeldía de sus pasajeros en Roma,
dividió a la caravana e intentó, sin éxito, obtener
una bendición papal. O'Keefe voló luego a Bagdad, donde secuestró
la página web de los escudos y sus finanzas. Posteriormente,
trató de reanudar su práctica de expulsar sumariamente a
los participantes que cree que conspiran en su contra, convicción
que parece tener sin cuidado a los sobrevivientes del accidentado viaje
en autobús.
A medida que más y más voluntarios arriban
a la ciudad, O'Keefe, quien ahora viste una djelba negra que lo
hace parecer un personaje de El señor de los anillos, ha
perdido toda credibilidad y control sobre la acción, y un nuevo
liderazgo, forjado en las tribulaciones del camino, está ahora a
cargo del espectáculo.
Mientras tanto, eslovenos y japoneses, el infatigable
contingente turco, camiones llenos de barceloneses y alemanes, brigadistas
italianos, sirios, estonios, unos 60 rusos (que aún están
en camino), y multitudes de pacifistas escandinavos e ingleses, protagonizan
a diario marchas, subastas contra la guerra, festivales de tambores de
la paz y actos en los que se fingen muertos sobre el suelo, en una explosión
de indignación creativa que con toda seguridad hace que Saddam Hussein
se pregunte adónde llegará esta protesta sin precedente.
El 19 de febrero, un puñado de ciudadanos estadunidenses
se reunió fuera del refugio antibombas de El Amiriya, donde el día
de San Valentín de 1991 las bombas "inteligentes" (pero estúpidas
y asesinas) incineraron 407 vidas humanas, y las sombras de estas personas
quedaron grabadas para siempre en las paredes. El grupo lamentó
este ataque genocida y contempló el próximo asalto sobre
esta ciudad, cuyos habitantes se niegan, en su totalidad, a volver a los
refugios, y prefieren correr el riesgo en casa.
"No en nuestro nombre", decía la bandera que colgamos
en la estructura, y los vecinos, muchos de los cuales perdieron a sus seres
queridos en ese infierno, salieron a saludarnos. "Los queremos", coreaban
los niños, "We love you", y mis ojos ardían en lágrimas.
Durante toda la semana, los guaruras -que no son para
nada tan amenazantes como quiere hacernos creer The New York Times-
han estado trasladando a los escudos de un lugar a otro en un abierto
intento de convencernos de que nos coloquemos cerca de infraestructuras
como plantas de energía, instalaciones de tratamiento de agua y
el hospital infantil Saddam.
La prensa y los escudos son llevados en desfile
por salas de ese nosocomio llenas de niños enfermos y agonizantes,
donde los reflectores, las cámaras de video y los clics de
las cámaras fotográficas no hacen mucho por mejorar la mala
salud de los bebés. En este momento se explota descaradamente a
esta institución de gobierno, en la que han muerto más de
mil 700 bebés por cánceres que han provocado las bombas de
uranio empobrecido lanzadas por el primer Bush en la guerra anterior.
El médico Sefik Salam (no es su nombre verdadero)
se queja del interminable desfile de periodistas y pacifistas y de que
existe manipulación de artículos básicos en el hospital,
tan escasos tras 10 años de sanciones de la ONU. Ejemplo de esto
son las infecciones por la mosca arenera, también llamada lepra
de montaña o leshmaniasis, enfermedad que vi por primera vez en
los zapatistas de Chiapas. Debido a que los medicamentos para tratar este
mal deformante se fabrican en Estados Unidos, son muy escasos, y las víctimas
constantemente son enviadas a sus hogares, en el interior del país,
tras recibir tratamientos incompletos. Dado que la mayor parte de los pacientes
del hospital vive en el desierto, muchos mueren al tratar de volver a Bagdad
o llegan tan enfermos que es imposible que se recuperen.
Aunque los escudos resisten la manipulación
e intentan que los sitios en que se instalarán no estén relacionados
con Saddam, la defensa a la población civil requiere compromisos.
Este fin de semana un grupo de escudos se mudará a una planta
energética en el sur de Bagdad, la cual fue bombardeada en la guerra
pasada; pintarán enormes logos en su azotea e informarán
a sus respectivos gobiernos que están en el lugar en campaña
para impedir que la instalación sea demolida de nuevo.
En las listas de sitios que contarán con escudos
humanos figuran ruinas arqueológicas, como la de Ur, en el sur,
donde nació el Abraham bíblico, y que fueron muy dañadas
por la guerra del primer Bush. También están Nínive
y Nimrod, en torno de la zona norte de Mosul. Nuestro escudo ha
propuesto instalarse en Babilonia, cuna de la civilización que el
presidente estadunidense pretende borrar de la faz del planeta y que está
a 90 kilómetros al sur de Bagdad. ¿Qué más
podría pedir un poeta para cuando caigan las bombas de Bush?
* Periodista estadunidense. Seguirá enviando estos
despachos mientras Bush le permita vivir. Usted todavía puede frenar
esta guerra.
Traducción: Gabriela Fonseca