Magdalena Gómez
De consultas y pena de muerte
Preocupan las expresiones de una tendencia dirigida a fortalecer una ideología conservadora y a atentar contra la universalidad de los derechos humanos: la consulta del PRI-PVEM en el estado de México. Preguntar a la ciudadanía su opinión sobre la pena de muerte para secuestradores es una muestra de que la mercadotecnia electoral debe tener límites. El asunto no es trivial: vivimos con el grave saldo del priísmo, cuya "experiencia" se basa en que durante años promovió el caldo de cultivo para la impunidad y ahora, sin referente ético, viene a exacerbar los ánimos reforzando el hartazgo y aun la desesperación generadas por la ausencia de condiciones de justicia. Es peligroso buscar capitalizar ese ánimo con un tema tan complejo.
Organismos de derechos humanos gubernamentales y no gubernamentales han señalado que en los países donde se aplica la pena de muerte no se abaten ni la delincuencia ni la impunidad, así como que constituye un error irreparable por el carácter irrevocable de dicha medida, lo cual implica eliminar el derecho de la víctima a solicitar la corrección jurídica de una condena errónea. Reiteran, en suma, el principio fundamental de la inviolabilidad del derecho a la vida.
Un debate de esta naturaleza no se puede abrir con semejante grado de irresponsabilidad; es indudable que hay problemas serios para acceder a la justicia y abatir la impunidad, sobre los que no podemos plantear soluciones como la que se infiere de la mencionada consulta. Existen propuestas serias para revisar tanto el sistema de procuración de justicia como el de administración, y debería formar parte de la aplazada reforma del Estado. Es recurrente el llamado a la pena de muerte en sectores que ven en el ánimo ciudadano resultante de la impunidad un botín para sus fines particulares. Por ello debería revisarse en serio el texto del artículo 22 constitucional, recordando que proviene de otro similar de 1857, en cuyo debate estaba presente el reconocimiento de la incapacidad del Estado para abatir la delincuencia; inclusive se señaló que mientras se construían penitenciarías se podría aplicar la pena de muerte. Desde entonces estaba planteada la tensión entre la necesidad de readaptar al delincuente o simplemente eliminarlo.
Francisco Zarco fue enfático en ese Constituyente al señalar la pena de muerte como: "ineficaz, estéril, un verdadero asesinato que la sociedad comete en uno de sus individuos, sin tener para ello el menor derecho; se basa en la falsa idea de que la sociedad debe vengarse del delincuente". Y anunció lo que aún hoy es una aspiración: "La justicia debe tener por objeto la reparación del mal causado y la corrección y mejora del delincuente". Las precisiones y acotaciones fueron producto de ese debate. Quedó claro, y así lo retomó el Constituyente de 1917, que dicha pena está prohibida para delitos políticos y "en cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación o ventaja, al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los reos de delitos graves del orden militar". Hoy se requiere modificar el texto del 22 constitucional de manera que quedara expresamente abolida la pena de muerte.
Esa debería ser la mira de un debate nacional, no electorero, que busque soluciones a los graves problemas que en esa materia padecemos sin trastocar el espíritu de respeto a los derechos humanos y cerrando de una vez el paso a tentaciones autoritarias que pueden encontrar eco en algunos sectores sociales.
Por lo que se refiere a la consulta misma, resulta urgente definir un procedimiento que revise contenidos cuando no se refieran a propuestas incluidas en sus programas partidarios, mismas que en principio deberían apegarse al respeto a los derechos fundamentales contenidos en la Constitución, sea cual fuere su orientación ideológica. Habría que pensar cuál sería la instancia adecuada para revisar un programa partidario, detener una consulta o actividad de campaña electoral cuando atente contra los derechos humanos reconocidos a escala nacional e internacional. Independientemente del número de personas que hayan participado el pasado fin de semana y respondido de manera afirmativa a la aberrante consulta priísta, no es jurídicamente vinculatoria ni éticamente legítima. Porque no podemos ignorar que la crisis en materia de justicia y seguridad, aunada a los altos índices de extrema pobreza, no han sido propicios para fomentar una cultura de respeto a los derechos humanos. Es otro de los saldos del régimen que no se ha ido y de las ausencias de un cambio al que no podemos frenar, como supone el presidente Fox, sencillamente porque no ha iniciado su marcha.