Marcos Roitman Rosenmann
Vergüenza
Sería oportuno que callásemos por dignidad. En América Latina, tras quinientos años de controlar la palabra y ejercer el habla del conquistador, la vergüenza se fue de viaje. A diario demandamos a los conquistados sumisión al poder, respeto a nuestros iconos, acatamiento de reglas y valores, obligándolos a vivir nuestra peculiar idiosincrasia y cosmovisión del mundo. Los otros, podemos intuir, son los pueblos indios. Pueblos a quienes les quitamos su identidad para transformarlos en objetos de consumo o de estudio antropológico. Su existencia nos pertenece y está integrada bajo la forma de colonialismo interno. Nos preocupa ser benevolentes y toleramos su presencia siempre que no alteren el equilibrio del orden social. Por estos motivos, cuando surgen con voz propia, nos indignamos sintiendo un hervor en la sangre. šCómo se atreven! šQué herejes!, utilizar la lengua dominante igual que nosotros hacemos diariamente. En su boca, el adjetivo calificativo se transforma en un insulto y una falta de respeto. El uso de la palabra para denunciar y revertir el proceso de colonialismo interno nos confunde e irrita hasta perder la compostura. La palabra deja de ser neutra, si es que alguna vez lo ha sido, iniciando, el poder, una guerra por controlar su emisión. Surgen los defensores a ultranza del rigorismo terminológico y del respeto a las formas de cortesía lingüística. En manos de los pueblos indios la palabra ya no tiene el mismo valor, la degrada. Así, mata, viola, causa heridas físicas, sicológicas y hace desaparecer a las personas. Hiere al colonizador.
Sin embargo la realidad es otra. Para los pueblos y las comunidades indígenas la palabra dada guarda relación directa con la verdad contenida en ella. Romper la palabra significa perder la propia estima y traicionar la comunidad de pertenencia. Los acuerdos de palabra poseen una legitimidad cuya fuente emana de la condición humana, por ello no requieren ser mutados en letra escrita. El papel, dice el tópico, aguanta todo. Sin embargo, por ejemplificar: Ƒen cuántas ocasiones últimamente se han traicionado, por parte del poder político, la palabra dada y los acuerdos rubricados? No nos espanta que así sea. Estamos acostumbrados a ello. Lo encontramos parte del juego. Como conquistadores, practicamos el colonialismo interno sin el menor sonrojo. Consideramos normal vivir con la mentira. Por el contrario, nos encolerizamos cuando sabemos que en boca de los otros la palabra recobra el significado semántico. Lo consideramos un acto de insubordinación y los llamamos al orden. Nos preocupa nuestra imagen social. Es un insulto, una salida de tono, una falta de cortesía referirse con adjetivos a miembros de la etnia dominante. Los indios, sus organizaciones y sus representantes deben un respeto que nosotros no practicamos, para algo debe servir ser los conquistadores.
No consideramos una falta de ética, una indignidad mentir y traicionar la palabra. Tampoco levantamos la voz muy alto cuando humillamos diariamente a los pueblos indios, quitándoles sus derechos y esquilmando sus posesiones. Es normal y forma parte del orden natural. Unos nacen para mandar y otros para obedecer. El uso de la violencia no nos altera cuando se trata de aplicarla a los pueblos indígenas, es natural. Aquí la palabra calla. Para calificar estas acciones no tenemos adjetivos, simplemente no existen. Así, no nos parece un insulto a la condición humana ni un crimen de lesa humanidad el comportamiento mantenido por nosotros hacia ellos. Sólo en Chiapas entre 1974 y 1987, como señala Pablo González Casanova -las estadísticas del terror no son confiables, son terribles- se cuentan 982 líderes asesinados tan sólo en una parte de la región indígena de Chiapas; mil 084 campesinos detenidos sin bases legales, 379 heridos de gravedad, 505 secuestrados o torturados, 334 desaparecidos, 38 mujeres violadas, miles de expulsados de sus casas y sus tierras, 89 poblados que sufrieron quemas o destrucción de viviendas. Ahora, agreguen ustedes los cometidos durante el periodo de 1987 a 2002, también en Chiapas, y tal vez descubran crímenes de lesa humanidad que insultan a la inteligencia dizque de la especie humana. Pero no importa, ello es rutinario en todo el continente y en relación con todas las etnias y pueblos indígenas. Consentir el genocidio, la tortura y el terrorismo nos convierte en cómplices del poder. Pero pedimos a las víctimas respeto y control del lenguaje para referirse a nuestros dirigentes y magistrados. Al fin y al cabo, como indios que son, deben utilizar correctamente la lengua que les otorga existencia a tal efecto que rocen la perfección académica. Cualquier otra cosa debe tildarse de cobardía, vileza y falta de respeto.
Es curioso, nos llama la atención la muerte de un igual sobre todo si es infante y pertenece a nuestra cultura. Argentina hoy, por ejemplo. Pero no es noticia y pasa desapercibida la extinción de las etnias y pueblos indígenas en la Patagonia como son los onas, alacalufes o los mismos patagones. La violación de una joven en la ciudad, la violencia doméstica y urbana, los atracos, secuestros y robos ameritan una condena inmediata. Tolerancia cero. Cambiamos las leyes, pedimos celeridad al legislador y contundencia en la aplicación de los códigos penales. Otro es el rasero para hechos similares cometidos contra los pueblos y comunidades indígenas por nuestros legisladores y elite política.
Aquí nos tomamos todo el tiempo del mundo. Las guardias blancas, los paramilitares, el hostigamiento militar, el insulto diario, la desaparición de dirigentes, el encarcelamiento, la tortura y la muerte planificada no son motivo de preocupación inmediata para el poder político. Son adjetivos calificativos que pueden coexistir sin alterar el ritmo de las reformas. Así se llevan quinientos años y los que por desgracia queden. Con ello no insultamos a los pueblos indígenas, que mantienen su dignidad; nos insultamos a nosotros mismos. Resulta obligado realizar un ejercicio de introspección, así sólo sea por saber que existe la vergüenza. Me estremece ver cómo unos adjetivos calificativos, payaso, imbécil, etcétera, levantan tanta tinta sin entender que ello es un llamado franco y verdadero para recuperarnos en la dignidad. Deberíamos estar agradecidos y no pedir tanta belleza literaria para que el oprimido y explotado describa cómo se mata y degrada la condición humana. Claro está, así, la muerte real muta en ficción estilística. Qué gran mentira, qué desigualdad. El error en el uso de la palabra es reversible, el asesinato planificado de los pueblos indígenas es un crimen contra la humanidad.
Los agredidos son ellos. El grito de šBasta ya! nos incumbe y nos obliga. La fuerza de las palabras activa la conciencia, esa es la lectura y no la defensa a ultranza de personas que se supone representan un estado de pureza difícil de creer después de quinientos años de opresión. Es un acto de cobardía ponerse del lado del fuerte en momentos que lo digno pasa por defender y comprender la angustia que supone vivir diariamente con la posibilidad de ser exterminado conscientemente por un poder político cuyos cómplices reclaman formas alambicadas de lenguaje para así olvidar su propia responsabilidad. No hay palabras para justificar los crímenes de lesa humanidad cometidos en nombre de la religión católica, apostólica y romana, tampoco para imponer la idea de progreso y civilización occidental. Mejor sería que callásemos por vergüenza y aprendamos de los pueblos indígenas su respeto a la persona y la palabra dada. Algún día la democracia será mandar obedeciendo. Triste sociedad, la actual, que premia y defiende a quienes no hacen sino cumplir con su obligación, séase la de periodista, escritor, juez, político, fiscal, educador, taxista, electricista y fontanero. Premiar la conducta y vida ejemplar es la distinción: no rebajemos las exigencias de una vida ética con dignidad defendiendo lo simplemente correcto.